La Provincia - Diario de Las Palmas

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Myriam Z. Albéniz

Desde la sala

Myriam Z. Albéniz

Un viernes negrísimo

Ingenua de mí, yo pensaba que nuestras fiestas autóctonas populares y familiares eran más que suficientes para celebrar todo aquello susceptible de ser celebrado. Craso error. De un tiempo a esta parte, y ya sin ninguna sutileza, hemos adoptado con ardor cualquier costumbre foránea cuya principal característica radique en el absurdo afán por consumir de una forma desmedida y, a menudo, innecesaria. Centrándome ya en el archipublicitado Black Friday -nacido en Estados Unidos, pero exportado con éxito a medio mundo-, comprar se ha convertido en el acto por excelencia, en un fenómeno de colas interminables para adquirir productos, de tiendas de campaña a las puertas de los comercios y de combates cuerpo a cuerpo para hacerse con las mercancías más deseadas. Las imágenes que nos deja su efeméride son, en ocasiones, un canto a la irracionalidad desde que se alzan las persianas metálicas de los establecimientos. Hordas sin control se lanzan a la caza del objeto codiciado, hasta el extremo de que en algunos centros comerciales, temiendo por su seguridad y por la de su clientela, terminan por recurrir a las Fuerzas del Orden.

Lo triste es que esta moda, seguida por la del Cyber Monday (como si pronunciadas en inglés se redujera el nivel de despropósito), también ha llegado a España para quedarse, uniéndose así a otras tan asumidas como Halloween o, últimamente, la Oktoberfest. Mucho me temo que el Día de Acción de Gracias, con su pavo trinchado y su puré de castañas, no tardará en desembarcar en nuestros hospitalarios hogares. Un tratamiento especial merecen los sufridos Reyes Magos, que llevan décadas compitiendo con Santa Claus por el cariño de los niños y por las carteras de los adultos. Y, aunque el tradicional encanto de los ancianos de Oriente todavía posee un enorme tirón, el hecho de que Papá Noel llegue dos semanas antes que ellos no ayuda a conservar la paciencia del respetable. A este paso, pues, estas festividades, que no nos rozan ni histórica ni sociológicamente, acabarán por imponerse sobre las más diversas tribus terráqueas, dado que su fin último consiste en extraer de todo un beneficio económico, aunque para obtenerlo sea preciso ondear sin demasiada convicción las banderas del amor, la amistad y la felicidad infantil.

Por supuesto, las agencias de publicidad y los medios de comunicación se apuntan al carro -algunos, me consta, muy a su pesar- y nos inundan con anuncios y mensajes sobre las bondades de estos chollos prenavideños, conviniendo que sería de tontos no aprovechar la oportunidad de adquirir los preceptivos regalos, ahora que cuestan (eso dicen) hasta un setenta por ciento menos. En fin, permítanme que lo dude. Detrás de tanto entusiasmo adquisitivo, yo sólo alcanzo a ver beneficios para las grandes empresas, empleos precarios, malas condiciones laborales e individuos excesivamente condicionados por una innegable presión social, sobre todo si son jóvenes y adolescentes. Al parecer, los seres humanos padecemos una fuerte tendencia a la comparación que también incide en este campo. No basta con no salirnos del redil sino que, además, hemos de demostrar que sabemos comprar más y mejor que el vecino, aunque para ello consintamos que nuestros impulsos dominen a nuestra razón. Pero, como igualmente sucede en los clásicos periodos de rebajas, el riesgo de dejarse arrastrar por unos precios seductores puede derivar en la elección de artículos que no se necesitan, por no hablar de la cuestionable práctica de, especialmente en el ámbito textil, dar salida a determinadas prendas y colecciones que no se han vendido durante los meses precedentes, así como de la probabilidad de hacer saltar en pedazos el presupuesto destinado con antelación. Sea como fuere, vayan por delante en próximo Viernes Negro mis más sinceros deseos de triunfo para compradores y vendedores aunque, por lo que a mí respecta, optaré otro año más por adherirme a la corriente del Día Mundial sin Compras. Y en español.

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