La Provincia - Diario de Las Palmas

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Juan Francisco Martín del Castillo

Ojos azules

Este mundo cada vez se está poniendo más peligroso. El que manifieste sus ideas en voz alta, el que exprese su pensamiento de manera argumentada, el que sea diferente, en condición y circunstancias, se expone a cualquier golpe del cruel destino.

Hace escasos días, estuvo por el centro de trabajo Morgan, el famoso dibujante de la competencia, un hombre equilibrado y sensato, que disfruta del contacto con los chicos y ellos le devuelven el trato con simpatía y admiración. En un momento de la breve conversación que mantuvimos, coincidimos en que la situación, lejos de provocar la despreocupada hilaridad, nos debería poner en guardia sobre el auge de los fanatismos, sean de un lado o del otro.

A mis preguntas sobre el particular, me confesaba, con una sinceridad inesperada y, por ello mismo, de mi completo agrado, que tenía, si no completamente identificados a los personajes que le acechaban a través de los comentarios anónimos a sus viñetas, al menos sabía que no habrían de dejar pasar la oportunidad de socavar su imagen y hasta el merecidísimo prestigio profesional. Ante tal franqueza, también le hice una confidencia no muy distinta a la suya. Se sorprendió al conocer que, desde la otra orilla, desde una posición ideológica muy distinta, la sensación es muy parecida. La suerte del columnista, qué les voy a decir, está salpicada de vaivenes, a veces, difíciles de digerir. Uno piensa que las palabras que pacientemente recolecta para ofrecer una página digna de presentarse ante los demás no tendrían que ir más allá del mero ejercicio de la libertad de expresión, que jamás deberían ser el objeto de señalamiento social por parte de nadie, so pena de romper la convención sobre la que se fundamenta el espíritu de la democracia, pero la realidad no siempre concuerda con este principio. Al hacerle partícipe de los sinsabores a los que se llega por argumentar unas determinadas ideas, nos sentimos extrañamente cercanos, casi como dos huérfanos necesitados de comprensión y solidaridad. Es curioso que dos individuos, hasta ese instante unos perfectos desconocidos, compartieran la semejanza de sus experiencias con los moradores de los arrabales de la opinión pública. Finalizamos el breve encuentro con un sentido apretón de manos, el sello de la cordialidad entre dos combatientes por la razón, aunque nos situemos en colinas distintas de la ideología. Apenas unos segundos después, al entrar en clase, como si fuera la primera vez que los veían, los alumnos se fijaron en mis ojos: «¿Son azules, profe?». Todavía bajo los efectos del saludable cruce de palabras con el historietista, no supe captar el fondo de la pregunta. Hoy, el discurso progre ha entrado en las aulas como un elefante en la cacharrería, destrozando el sentido común y la tolerancia, precisamente, donde debería imperar en todo momento. Según el alegato de los fanáticos de la progresía, la realidad ha de ser « racial», aunque no se sabe muy bien qué se quiere decir con ello. Así, la pregunta de los chicos por el color de mis ojos era un mensaje cifrado, escrito con la ingenuidad de la adolescencia, sobre el origen étnico del que ejercía el magisterio. Respondí: «Qué más da el color, si lo verdaderamente importante es la luz que entra por ellos». Hasta en esto, debemos estar en guardia. Ante la sinrazón, el argumento. Ante la ignorancia, el conocimiento. Ante el odio, la sana tolerancia. Y, ante el rebaño, el regalo de la inteligencia. Como no podía ser otra manera, este es mi particular homenaje al compañero de vicisitudes, que no es otro que ser fiel a mí mismo, de igual modo que él lo es cada día en sus viñetas.

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