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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

La gran renuncia

En los Estados Unidos ha empezado a producirse un extraño fenómeno que han bautizado como «la gran renuncia». En el último año, cada mes, cuatro millones de trabajadores han decidido dejar de trabajar: algunos porque les llegaba la edad del retiro, otros porque querían prejubilarse, otros porque anhelaban descansar o tener tiempo para pensar antes de reincorporarse al mercado laboral. Se trata de un extraño efecto de la pandemia, el cual se ha visto propiciado –desde el punto de vista meramente patrimonial– por la explosiva subida de las bolsas en una sociedad, la americana, donde las clases medias y medias altas invierten masivamente sus ahorros en los mercados bursátiles.

La actual burbuja financiera, alimentada por los tipos reales negativos, ha favorecido la expansión de la riqueza de muchísimos norteamericanos que se preguntan: ¿por qué más? ¿Por qué seguir? ¿Vale la pena, una vez hemos adquirido conciencia de nuestra condición mortal y de que vivimos, por así decirlo, de prestado? ¿O habrá otros motivos: la fatiga de las horas en carretera, de los atascos, de los aeropuertos, de la costosa vida urbana? ¿Tal vez la necesidad de iniciar nuevos proyectos, una vez se ha alcanzado la independencia financiera? ¿O la voluntad de pasar más tiempo con los hijos y los amigos? A saber.

Pero América es distinta a Europa: allí, por ejemplo, resulta muy sencillo encontrar trabajo o hacerlo por horas; de modo que la gran renuncia quizás implique más bien un reseteo, es decir, un tiempo para ponerse a pensar. Mientras tanto, en España, la situación laboral es muy distinta: aquí el trabajo –sobre todo si es fijo– constituye un bien preciado, más allá incluso de las condiciones –penosas, muchas veces– que se firmaron. Preciado, porque quien es expulsado del sistema tiene grandes dificultades en reincorporarse a él. Preciado, porque la flaqueza patrimonial de la clase media española es tal que basta poco, un soplo de viento, para que se desmoronen los estándares de vida. En este sentido, el recrudecimiento fiscal de las herencias representa un duro golpe a la continuidad patrimonial de un buen número de españoles, aparte de una injusticia manifiesta. El empobrecimiento de los trabajadores camina junto a la ansiedad y el miedo. Y ambos son caldo de cultivo para los populismos de nuestro tiempo.

Porque la gran renuncia nos habla también de la gran ruptura de clases sociales a la que estamos asistiendo: en condiciones laborales, en el acceso a las oportunidades, en formación educativa, en capital cultural y social, en estabilidad económica y, al fin y al cabo, en esperanza. A la vuelta de la esquina tenemos la aceleración de muchas tendencias nefastas para el empleo –del uso de la inteligencia artificial a la robotización del trabajo–. La perdida de la calidad en los servicios ha sido una constante en estas dos últimas décadas, a la vez que la digitalización está abriendo un nuevo abismo entre una mayoría alfabetizada informáticamente y una inmensa minoría analfabeta en ese aspecto, a la que se va poco a poco apartando del acceso a la información. Que las cosas no van bien es evidente. Y que haya gente que, si se lo puede permitir, decida decir adiós a todo eso resulta comprensible. Hasta normal, se diría.

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