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A pie de isla

Una perra llamada ‘Comta’

La naturaleza dual del hombre, ese ser bastardo, cruce entre ángel y demonio, fluye sin descanso noche y día manifestándose en un sinfín de actos, algunos de relevancia dignos de ser contados. Son estos últimos los que rastrean los periódicos como sabuesos convirtiéndolos en noticias, dando así fe de ellos cada jornada. Sus páginas son el mejor dietario de la conducta humana, toda vez que recogen la cotidianidad del bien y del mal, los dos perfiles opuestos de nuestra especie que consagran nuestra incurable esquizofrenia a prueba de todo tipo de lobotomías y electroshocks. Y hasta de confesionarios con párroco milagroso a bordo.

No obstante, y sin saber a ciencia cierta la razón, de los dos suele ser el segundo, el mal, el que aparece casi siempre mejor retratado, en estado natural. Quizá porque posa con más desenvoltura exhibiéndose sin ningún tapujo, pues nada logra tapar las vergüenzas de su cruda desnudez. Será también porque nos resulta, por desgracia, más familiar: somos peritos fabricando infiernos y aprendices en eso de ensayar paraísos. Será eso.

Sí, el mal, un invento humano muy nuestro para consumo propio. Viene en vitrinas de cristal con un cartel que dice: «Rómpase en caso de desearle daño al prójimo». Como tenemos para dar y vender, y hasta para poblar la galaxia entera si nos da la gana, el que nos sobra se lo damos a probar gratis a todas las demás criaturas con las que compartimos terruño planetario. Esa es su cruz. Y una de nuestras mayores culpas. De tal modo que cuando algún animal da muerte a un humano, no es desgracia sino justicia compensatoria. Por ejemplo, que un caballo propine una buena coz a alguien que lo hostigue no hace sino vengar, al menos una pizca, a los millones de congéneres suyos que han sido masacrados en nuestras estúpidas guerras.

Hace unos días pude asomarme al horror en las páginas de Diario de Ibiza. Leí una de esas noticias que te impulsan a darte de baja del género humano y probar suerte en otras formas de vida menos ruines. (Debería haber un teléfono a tal fin. Comunicaría todo el tiempo, por descontado). Pero quienes padecieron en primera persona ese horror fueron los protagonistas del suceso de que se hizo eco el periódico, una perra podenca llamada Comta y su amo, Óscar, que viven en una casa en es Cubells.

Como todas las madrugadas, éste se despidió de su mascota para acudir al trabajo. Pero más tarde recibió una llamada de su vecina de la parcela de al lado informándole de que se había encontrado en su puerta a la perra ensangrentada muy malherida. Sin duda acudió a ella para pedirle ayuda. Gemía y miraba con ojos de no entender nada salvo que se apagaban. En vano se lamía la profunda herida por la que se le escapaba la vida. Parecía que tenía algo clavado a la altura del costado, pero resultaba difícil distinguirlo. La mañana, con ese mar ibicenco inyectándole su azul, era luminosa y vibrante a pesar de que una perra agonizaba. La naturaleza es así, no se detiene por semejante pequeñez, como tampoco se detendrá con nosotros, más insignificantes si cabe.

Óscar se presentó lo antes que pudo y llevó angustiado al animal al veterinario de Sant Jordi, que lo operó de urgencia, extrayendo el misterioso objeto clavado entre sus costillas. Resultó ser una flecha de ballesta. Sí, han leído bien, una flecha de ballesta. De milagro no le había perforado un pulmón, lo que hubiera resultado fatal.

Comta se recuperará a toda velocidad, del modo milagroso en que los perros que han estado a punto de morir regresan a la vida; es decir, celebrándola con carreras y brincos de alegría arriba y abajo y moviendo el rabo sin parar, obsequiando lametazos sin fin a todo ser viviente amistoso que se le acerque. A ese tipo de himnos de puro goce por estar vivo es al que deberíamos sumarnos todos a coro cada día de nuestras vidas. Así de simple.

Óscar, sin embargo, va a tardar en recobrar la paz. No es para menos. Este siniestro suceso va a dejarle cicatriz sin duda. Ese día quedó en estado de shock, según contó él mismo; se le quebró la confianza en el ser humano. ¿Quién pudo cometer una maldad semejante con una criatura tan inocente que mira con ojos de niño? ¿Alguien de paso o de la zona? Las tinieblas de la mente acechan más próximas de lo que pensamos. Incluso en entornos tan idílicos como Ibiza. Y hasta en nosotros mismos, que siempre vemos el infierno en los otros, como razonó Sartre. Nos sentimos a salvo y en realidad, sin saberlo, podemos hallarnos expuestos a un tiro de ballesta tan solo.

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