La Provincia - Diario de Las Palmas

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Realidad imaginaria

Encerrados en el pub

Preguntados por la Universidad Oteril de las islas Fidji, nueve de cada diez encuestados elegirían un bar como lugar para quedarse encerrados durante tres noches. Bien, deseo concedido. Ha sucedido en el pub Tan Hill, en Yorkshire. El temporal Arwen dejó atrapados durante ese tiempo a todos los asistentes a un concierto. La nieve cercó el establecimiento y les negó la salida, así que los imagino desayunando cerveza con Kit Kat o agua de grifo con Doritos. Mientras escuchaban una y otra vez las versiones de una banda de tributo a Oasis. Llamada (el nombre no hacía presagiar nada bueno) Noasis. Ríete del personaje de Perdidos, ese músico callejero que tocaba Wonderwall en las esquinas y que acabó como acabó en aquella isla. La idea de estar tantas horas escuchando versiones de los Gallagher me recuerda a aquella frase de Tom Waits en uno de sus libros de memorias: «Solo hay unas pocas cosas que me asustan. Pero me da miedo ir andando un día por Los Ángeles y caerme en una alcantarilla y encontrarme ahí abajo con 500 músicos de bossanova en paro que van a tocarme La chica de Ipanema hasta matarme».

Siempre lo he hecho y aún más desde que las restricciones pandémicas te pueden dejar, como en el juego de las sillas musicales, en un lugar cualquiera cuando para la música. Así, si estoy en una sala de espera, miro la máquina de vending pensando cuánto tiempo podría alimentarme de cóctel de cacahuetes japoneses y Sprite. O si estoy en un aeropuerto, de bocadillos descongelados de pasta de cangrejo.

No puedo evitar, pese a la camaradería y el buen ambiente, pensar en los roces y piques. La historia del pub inglés es algo así como una versión moderna de El ángel exterminador, la película surrealista de Luis Buñuel. Un grupo de burgueses regresan de una ópera de Donizetti y se meten en el enorme comedor de una mansión a comer. Por alguna razón, no pueden cruzar el umbral de la puerta, así que siguen ahí durante días: tapándose con la misma manta, compartiendo cojín de sofá y, paulatinamente, liberados de las convenciones del buen gusto, odiándose cada vez más. Un personaje, mi favorito, acaba gritando: «Los detesto. ¡Huelen a cabra!».

Sin duda, el caso de los ingleses es muchísimo más amable, porque, al fin y al cabo, el pub está pensado para ser casa: moqueta, cuencos para que beban las mascotas, luces tenues, música, madera e incluso chimenea. Si lo mismo sucediera en un bar de Barcelona el confort sería muchísimo menor y los precios, los mismos.

Un buen experimento

Aquí, tendríamos que vivir comiendo bikinis que saben a Frankfurt, por el uso continuado de la misma plancha. Cañas sin espuma. Salfumán en el baño. Observaríamos en tiempo real cómo esas tapas de ensaladilla, que adoptan ese verde fluorescente que serviría para subrayar apuntes de clase hasta en un cuarto oscuro, se vuelven más y más tóxicas. En lugar de música en directo, veríamos durante horas esa tele con la pantalla barnizada de grasa emitiendo el programa de Ana Rosa o un partido de la segunda división inglesa.

Sería un buen experimento para demostrar el margen de mejora de nuestros establecimientos. Y, aun así, preferiríamos quedarnos encerrados ahí que en cualquier otro sitio. Al fin y al cabo, nos quedamos encerrados fuera (esto es, no podíamos entrar) durante semanas de restricciones. No quiero ni recordar aquello.

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