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Matías Vallés

Al azar

Matías Vallés

El virus no sabe lo que hace

Cuesta desvanecer la ilusión de la teleología, pero su persistencia resulta incompatible con el conocimiento científico. En síntesis, la anulación de una Naturaleza con objetivos predeterminados consiste en sustituir la falsa inocencia de «las aves tienen alas para volar», en «las aves vuelan porque tienen alas». Se abandona el propósito, para estructurar la inmersión del cosmos en las leyes naturales, con la sorpresa einsteiniana ante su regularidad. Frente a esta premisa, el ser humano ha graduado al coronavirus vigente en diferentes saberes y artes. Si la asignación de una maldad intrínseca surge de la ignorancia, no acarrea mayores traumas.

La situación se complica cuando el titular, según el cual «Los científicos advierten que el virus está lejos de haber agotado ‘todos sus trucos», se publica una semana atrás a toda página del Financial Times. Y la cita sobre los recursos mágicos del origen de la covid no corresponde a un personaje de segunda fila, sino a Gavin Screaton, inmunólogo y director de la división de Ciencias Médicas de la universidad de Oxford.

Con la excusa de la divulgación popularizadora palpable en el ejemplo anterior, al coronavirus no solo se le otorga una condición de ser vivo negada por el consenso científico. Se le conceden además atributos netamente humanos, como la consciencia, la intención y hasta la inventiva. Cualquier día se avanzará la propuesta de juzgarlo por sus crímenes, tal como se enjuició a alguna mula en un cuartel. Tal vez sea conveniente restaurar por tanto la evidencia de que el virus no sabe lo que hace, por mucho que suene a complicidad en un homicidio dada la pueril simplificación en curso. El espejismo de la teleología o finalidad puede deshacerse por fortuna gracias a los literatos con intensa formación científica, que la invocan juguetones. El colombiano y anticolombiano Fernando Vallejo, probablemente el último escritor libre, apunta en su muy reciente Escombros que «de una roca brota una hierbita. Quiere apoderarse de todo el Universo. He ahí la última razón, la causa causarum de nuestras infaustas desventuras y desdichas, la reproducción».

El truco, ya que de prestidigitación se habla, radica en la palabra «quiere». La planta invasora y ambiciosa no desea, lo cual no le impide cumplir a rajatabla con las leyes físicas y químicas. Bastante cuesta sostener que la reproducción humana se desmarca de los criterios estrictamente biológicos para cumplir con las docenas de variantes filosóficas del «creced y multiplicaos», como para asignar invariablemente esta calidad a animales, vegetales, virus y por qué no a los cristales minerales de crecimiento casi indefinido. De ahí a la restauración de la «fuerza vital» y demás fabulaciones trasnochadas solo va un paso, en contra de la ciencia. Los políticos quieren beneficiarse de la humanización del virus.

Pese a contar con abundantes médicos en su familia, Emmanuel Macron repite por seis veces la jaculatoria «¡Nous sommes en guerre!, ¡Estamos en guerra!». Copia la expresión utilizada por su predecesor François Hollande tras la matanza del Bataclan en noviembre de 2015. Iguala a un virus con los enemigos humanos. Si ya es dudosa la identificación que justifica la «declaración de guerra al terror» a cargo de George Bush tras el 11S, plantear la reacción ante una pandemia en términos bélicos puede explicar algunos de los disparates que han conducido a la situación actual, donde difícilmente cabe hablar de victoria. Un ejemplo de distanciamiento ejemplar de la humanización de factores irracionales puede ayudar, a la hora de entender los peligros de haber creado un virus que actúa conscientemente. Por fortuna, a nadie se le ha ocurrido declararle la guerra a un volcán, por duro que sea el castigo que la erupción ha infligido a la población colindante. El discernimiento de los «actos de Dios», en denominación anglosajona, no implica una sumisión a sus circunstancias.

Los conocimientos científicos ayudan a amortiguar los efectos sísmicos y volcánicos, de nada hubiera servido la ficción de que la montaña es un titán con el que se puede dialogar. Dos años después, el virus ha adquirido una disparatada fisonomía humana. En castellano se habla de «convivir con el virus», extrapolando la traducción del inglés «vivir con el virus», más cercano a la flemática necesidad de soportarlo. Además de que la «convivencia» ahora tan predicada iguala al coronavirus con el vecino de planta, también supone entregarle un número a determinar de víctimas humanas, un sacrificio a cambio de su aplacamiento con el hambre saciada. Antes de plasmar la imagen de un virus sentado a la mesa de negociaciones, conviene recordar que si la sociedad está saliendo apaleada de la pandemia, el porvenir no es más prometedor para los científicos.

En especial por la asimetría del respeto a los presupuestos de sus disciplinas. Un día se desmiente con estrépito por falta de pruebas fiables la posibilidad de un apagón universal. Sin embargo, al siguiente se utiliza el mismo estruendo para inducir al pánico, con una variante ómicron de la que poco se sabía. En aquel momento, su probabilidad apocalíptica equivalía a que un asteroide arranque mañana a la Tierra de su órbita. La teoría de la conspiración es siempre lo que piensan los demás.

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