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Testigo de calle

La voz, el rostro, el talento de José Manuel Cervino

Como los canarios del sur, José Manuel Cervino, nacido en Arona cuando éste era un pueblo como los que Torrente Ballester retrata en Los gozos y las sombras, es un hombre que dice lo justo, alguien con pocas palabras, que vuelan como aviones antiguos pero seguros a lomos de una voz impresionante. A veces me llama por teléfono, o me envía mensajes, interesándome por amigos o sucesos, pero invariablemente es lacónico como lo eran aquellos viejos sureños de los que procede y a los que yo también he conocido, en la propia Arona, en Los Cristianos, o en los otros sures isleños, donde hasta la comida fue en un tiempo parte del silencio de las casas, como si el viento y el sol y esa ranura de aire que se metía por las ventanas fueran un rito que incluía el deber de las pocas palabras. Sitios así, y personas así, están en los libros de Isaac de Vega o de Juan Rulfo o de Víctor Ramírez o de Rafael Arozarena. Gente que ha amasado tierra en la voz y luego la usa para decir con tino lo que debe decirse y no más allá.

Es un tipo formidable y es, además, la primera persona que me ayudó a adentrarme en Madrid, haciéndolo sin alharacas, como quien orienta al lazarillo y no al ciego. Yo era entonces un muchacho que sólo sabía de esta ciudad en la que también vivo, como él, por cierto, que vive por El Retiro, por lo que leía en el periódico Pueblo, que era un diario dirigido por un golfo al mando de otros golfos que hicieron historia del mejor periodismo, aunque mandara Franco. Aquel día en que llegué a Madrid, creo que en 1970, Cervino acababa de pelarse en alguna barbería cercana al Café Gijón, donde nos encontramos. Estaría cerca, digo, porque llegó al café más popular de la ciudad, y más literario, con su camisa oscura llena de restos del pelado. Lo conocía por verlo en los periódicos (en EL DÍA, en La Tarde) donde se fueron contando sus hazañas en el teatro isleño y luego sus apariciones en los teatros de Madrid, hasta llegar al cine, donde es un actor muy reconocido, por su cara, por su voz, por su manera de mirar y por su andadura, por su talento.

Entonces, como era lógico, de mí no sabía nada, pero algo hubo en las miradas que nos juntó inmediatamente, como si los canarios tuviéramos un sexto sentido para reconocernos. Lo cierto es que yo le dije a él que lo conocía, y él fue tan amable que no alcanzó a decirme que de mí no sabía absolutamente nada, de modo que se inició una conversación en un sitio preciso del café, justo enfrente de donde se sentaba el cerillero. Aquel cerillero, Alfonso, era el hombre más importante del Gijón; se levantaba de vez en cuando, paseaba su chatea azul de trabajo, y volvía a donde tenía expuestos su lotería y sus libros. Le fiaba dinero a quien se lo pidiera y fuera de su confianza, y era el primer oyente de lo que se dijera en la tertulia en la que estaban los mejores amigos de Cervino, entre ellos Manuel Vicent, Álvaro de Luna o Manuel Aleixandre.

Era media tarde cuando Cervino apareció por el Café Gijón y yo estaba allí, recién llegado, esperando que se me pusiera al teléfono un joven poeta que me había pedido unos versos para la revista Litoral, que él dirigía en ese momento. Aquel joven poeta era Joaquín Jiménez Arnau, hijo de un importante diplomático que luego sería él mismo más famoso aún pues emparentó con una nieta de Franco. Lo cierto es que yo había perdido en el avión aquellos versos y tuve que hacer otros tras una noche de vinos que concluí viendo en un cine de Madrid Antonio das Mortes, de Glauber Rocha, después de cuya visión me fui a mi cuarto en la pensión a escribir un poema que, eran aquellos tiempos, dediqué a Ernesto Che Guevara.

Cervino, pues, se sentó ante mí en cuanto le hice una seña. Hablamos, claro está, del maestro de ambos, Domingo Pérez Minik, que lo acompañó en sus primeras aventuras teatrales isleñas (con Samuel Beckett, con John Osborne). Hablaba con el entusiasmo comedido del isleño de aquellas etapas primitivas de su pasión, que tuvo su arranque en El Tinglado, su primera incursión universitaria lagunera en la pasión por la que ahora, por ejemplo, lo han premiado en Madrid sus compañeros de trabajo, el premio de la asociación que los junta, la AISGE.

Aquel joven Cervino que me sirvió de guía por Madrid aquella tarde me llevó a conocer el Madrid de los Austrias, y por el camino nos encontramos a un joven grancanario que nos hizo entrar en el cuarto de la pensión en la que vivía, en la Cava Baja. Era un cuarto que tenía más ventana que cama, humilde como todos los sitios que había por aquella zona que combinaba la golfería y la modestia y era como las casas, las calles o las personas que retrataba Fernando Fernán Gómez en las películas de cuando Madrid era en blanco y negro.

El paisano tenía una lata de fabada, y con eso y vino sellamos una amistad que prosigue con Cervino pues de aquel chico no supe luego mayor cosa. Aunque no nos digamos nada, aunque no nos llamemos sino cuando hace falta, de este sureño de Tenerife siempre me he sentido vecino y próximo, como si nunca se hubiera perdido el primer abrazo que nos dimos cuando él acababa de llegar de la barbería.

A veces lo llamo desde su sur, de donde de broma lo he nombrado alcalde, y a veces él me pregunta por conocidos o sucesos, y cuando ya sé que es él quien llama me preparo para esa voz que está en el cine, donde ha sido premiado y reconocido por películas como El crimen de Cuenca (Pilar Miró) o La guerra de los locos (Manolo Matji) que son para mí dos de las grandes historias, reales hasta la sangre, de la época de locura y bastardía que vivió la España que dejamos atrás bastante después de que muriera el dictador. Ha actuado con lo mejor del cine español, y del teatro, nunca lo vi envanecido, entontecido por su fama y la de sus compañías, y ahora que he visto que sus compañeros, reunidos en torno a los premios Actúa, le han hecho un nuevo reconocimiento me he sentido feliz de que Maite Blasco, actriz, su mujer, me enviara una fotografía en la que él, muy elegante, vestido de oscuro como los hombres del sur que salían los domingos a verse con sus parientes, aparece mostrando el trofeo, feliz, hablando con su voz de oro y piedra. Era fácil notar que esta vez no había pelillos sobre la chaqueta.

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