La Provincia - Diario de Las Palmas

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Juan Francisco Martín del Castillo

Sin pena ni gloria

El pasado sábado, día 27 de noviembre, fue el señalado internacionalmente como Día del Enseñante. Y lo curioso de la ocasión es que coincidió con la festividad de Nuestra Señora de los Milagros. Una coincidencia que significa algo más que compartir una fecha, es también la confirmación de que el día del docente es por decantación la jornada de los milagros. Esta anómala identificación entre la enseñanza y la esperanza milagrosa no deja de ser la palmaria evidencia de lo que supone ejercer el magisterio en los tiempos actuales. Una actividad que depende de tantos factores, muchos de ellos ajenos al profesional, que termina por convertirse en un trabajo muy distinto al que se conocía de antaño. El maestro de nuestros días en casi nada recuerda al de épocas pretéritas, salvo por su constante afán de progreso y mejora de los alumnos. En lo que respecta a la docencia en sí, lo que sobresale es la proliferación de dispositivos hasta determinar el mismo acto de impartir conocimiento. Son las máquinas (proyectores, tablets, móviles o los socorridos ordenadores) los que juegan un papel protagonista frente a la curiosidad de los chicos. De este modo, el profesional queda relegado al de simple proyeccionista de la lección, marginando, si las hubiere, las añoradas clases magistrales. Se supone que el alumno ve y entiende lo que se le explica en las pantallas. La voz del profesor sólo se oye al principio y al final de la clase, un pálido eco de lo que fue en otros tiempos. Con la maquinización de la enseñanza entra por la puerta del aula la deshumanización de la educación. Y parece que ya no volverá a salir.

El efecto de este imperativo tecnológico pronto se conocerá, pero un adelanto del mismo es esta pobre conmemoración del Día del Enseñante que ha pasado sin pena ni gloria, al menos, en este bendito país. Por lo que uno sabe, el recuerdo de la esencial tarea del docente no ha supuesto mayor impacto en los medios. Sin embargo, que semejante ausencia haya sido también visible en colegios e institutos nos habla a las claras de la irrelevancia del profesional en un ámbito que, en principio, debería ser el suyo. Ni eso puede decir ya el maestro: no pinta absolutamente nada en una realidad que le llega a trascender. A esto se ha llegado con la connivencia de buena parte de los actores sociales, aunque comenzando, la verdad sea dicha, por las autoridades políticas y continuando por los dichosos pedagogos y expertos de variado pelaje que, hasta no ver la figura del docente ensombrecida, no han parado. La cuestión quedaría en una simple queja gremial si no fuera porque una civilización lo es, y en grado importante, por la decidida acción de maestros y profesores. Que una sociedad no valore ni prestigie a sus docentes es una señal inequívoca de futura decadencia. Habrá que estar alerta ante el resto de manifestaciones que, unidas a este declive, avisen del mal civilizatorio. Por ahora, lo único verdaderamente constatable es el olvido del magisterio en nuestro entorno social. Dicho lo cual, y permítaseme el deseo, felicidades a todos los compañeros que han sentido alguna vez la llamada de la vocación de entrega al conocimiento.

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