La Provincia - Diario de Las Palmas

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Juan Francisco Martín del Castillo

¿Se puede confiar en un progre?

Rotundamente, no. Y, por su propio bien, lea lo que viene a continuación. El progre es la encarnación de la hipocresía aderezada con la intolerancia del que cree saberse superior en moral e intelecto. Protéjase y absténgase de sellar un acuerdo, siquiera verbal, con un devoto de la progresía. Razones hay muchas, pero voy a resumirlas en apenas cuatro. La primera es que, por naturaleza y condición, el progre puede decir una cosa un día y al siguiente negarla o, lo peor, ignorarla por completo. Imagínese al señor José Bono –el que fuera ministro de Defensa y que incluso llegó a rivalizar con el mismo Zapatero por la presidencia de su partido– maldiciendo e insultando al mandatario británico Tony Blair («gilipollas integral», exclamó en su día), para luego olvidarse de la serie de apóstrofes que dirigió al jefe de los laboristas, una formación similar a la suya en aquel país. De lo dicho, nada. Pero, no sólo los políticos, cualquier progre está en situación de comprometer su coherencia y, con ella, la paciencia del más pintado.

La segunda nos habla de la fastidiosa tendencia del progre a incurrir en contradicción, en desvincularse de sus principios hasta socavarlos de una manera ridícula. Por ejemplo, el progre es feminista, ¡válgame Dios!, y, en todo momento, se confiesa como tal. Llevarle la contraria es prueba segura de que no cejará en sus argumentos. Pero, la evidencia nos muestra que el peor enemigo del progre es el propio progre. Cuando se lucha por los derechos de la mujer y se defiende su liberación, no parece lo más oportuno postular que la fémina portadora de un niqab sea la viva representación de la revolución feminista. Y, sin embargo, se hace, y más de lo que se cree, hasta llegar a molestar tanto en el plano intelectual como, sobre todo, en el moral.

La tercera, relacionada con la supuesta superioridad del progre, arrincona al individuo y lo deja desnudo de argumentos y dignidad. Recuerden que los progres no preguntan, imponen a su antojo. Sostienen que, por su estatus superior, cualquiera debe ceder ante su paso. Desconocen el valor de la tolerancia, incluso el de la prudencia. Lo que no se ajusta a su visión de la realidad, tarde o temprano, habrá de cambiarse. A veces, sin que nadie se lo pida o, todavía peor, sin que sea necesario. Es lo que ocurre con las voces discrepantes que no se dejan seducir por el canto de sirena de la progresía. Las tildarán de reaccionarias, antimodernas, antidemocráticas y, cómo no, el grito de lucha del progre sometido al «instinto de la masa ciega» (Walter Benjamin), el socorrido fascista. ¿Se acuerdan del manifiesto contrario a la campaña del Metoo firmado, entre otros, por Catherine Deneuve? A partir de él, la actriz fue tachada de todo cuanto se le vino a la cabeza al progre de turno. Lo curioso es que la francesa ha sido y sigue siendo una magnífica imagen de la liberación femenina, pero, pobre de ella, se atrevió a desafiar el velo de la progresía. Y la cuarta y última, la más personal sin duda. Si no quiere sufrir dolores de cabeza, si no quiere exponerse al golpe de la intolerancia, y si, por el contrario, quiere ser feliz, no confíe jamás en un progre. Hágame caso.

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