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Observatorio

Burocracia viral

Saltaba el otro día la noticia: se perdían un montón de millones de ayudas europeas por las dificultades burocráticas en la gestión. Supongo que esos dineros entrarán en una suerte de repesca y, al final, se aplicarán a necesidades esenciales y perentorias. Probablemente, una parte se destinará a incrementar la burocracia, para que tras la próxima crisis sobrevivan los mejores, los más artificiales, los más inteligentes. No me sorprende esta deriva. Lo que me sorprendería es lo contrario. Se me dirá que siempre ha habido burocracia, procedimientos pilotados por gestores tediosos, habilitados de manguito y visera. Como la palabra «siempre» es de naturaleza esquiva no entraré en una discusión sobre la fecha de inicio y las condiciones de la burocracia moderna. Lo que me interesa destacar es que la burocracia abre una nueva etapa, mutando hasta convertirse en otra cosa a la que, quizá, podamos llamar infocracia o, más sencillamente: burocracia capilar, o viral, adecuada para insertarse en los nuevos mapas, mentales y geográficos, de la globalización. Lo de los fondos europeos es un episodio imposible de ocultar. Enorme, pero esencialmente igual a otros miles que cada día nos llenan de rabia e impotencia.

Burocracia viral

Las administraciones no son más burocráticas que antes, pero se han incorporado a sus malas costumbres las empresas, los bancos, la venta a distancia, las suscripciones a periódicos, etc. Y la universidad. Cualquier asunto o sitio en el que exista un público cautivo. La cuestión consiste en transferir al universo digital, con sus lógicas despersonalizadas, toda la gestión posible. Sobre el papel la decisión tiene una lógica abrumadora: son mecanismos eficientes, baratos y, en principio, incapaces de cometer errores.

Su primer problema es que consume trabajadores. Su segundo problema es que es un mito su inerrancia: se equivoca continuamente, aunque los expertos digan que eso es imposible. Y si hay errores cargarán la culpa sobre el usuario. Los organismos, públicos o privados, que cometen equivocaciones o mayores tropelías, son, por definición, irresponsables. La condición de ciudadano se deteriora progresivamente porque cada persona tiene que cargar con el estrés de gestiones para las que, quizá, no esté preparado, con la pérdida de tiempo rellenando formularios inútiles y, en última instancia, porque carece de medios mínimamente eficaces para formular quejas que le repongan en sus derechos, salvo que decida pasar la vida litigando. Rellenando formularios para hacerlo.

Sutilmente este es el escenario en el que se verifica la construcción de nuevas brechas, básicamente las ligadas a la edad, el lugar de residencia y el nivel educativo. Pero, a su vez, todas esas situaciones dependen de un posicionamiento económico. Por supuesto que esto no obedece a una ley rígida, pero van apareciendo suficientes experiencias en esa línea. La situación depende de varios factores. El primero es que esto es un negocio, cada vez más fuerte al externalizarse la gestión impersonal de esas acciones. La burocracia se incrementa exponencialmente para coleccionar datos con los que manipular la economía, negociar y engañar al indefenso sujeto pasivo de la publicidad, capturando su atención. La ciudadanía, a la vez, se vuelve global e hipersegmentada. Y no hablemos de lo que estos mecanismos provocan en niños y adolescentes.

Al mismo tiempo se están educando generaciones enteras en la idea de que el ejercicio de derechos consiste sólo en su apariencia. Cuando una vez tras otra las administraciones públicas nos piden datos personales que ya poseen esas administraciones, u otras, la mayoría cree que se hace para cumplir mejor con los derechos asociados a una mejor administración. Pero en realidad se comete, cada vez, una ilegalidad, pues hay una norma que prohíbe esas redundantes preguntas que, en infinidad de ocasiones, son información innecesaria que se queda perdida en una esquina de los servidores.

Cuando el ordenador te pide que aceptes cookies –un nombre tan tonto dice mucho de la inteligencia social de los inventores de estas máquinas– parece que te da opción a controlar tu intimidad. ¿Pero conoce usted a alguien que pueda leer y entender los términos del contrato? Y si no me como la galletita no puedo seguir avanzando, lo que puede llegar a impedir el ejercicio de derechos constitucionales o acceder a servicios comunes. Pero lo mejor es la obsesión por la seguridad y la manía de cambiar de contraseñas continuamente. En principio parece razonable esa existencia de claves. Pero hay dos objeciones: durante décadas los mecanismos de seguridad –pensemos en cajeros automáticos– han funcionado con niveles muy aceptables de seguridad, sin necesidad de tanta histeria. Y la segunda: si los mecanismos no son suficientemente seguros no debería ofrecerse el servicio. ¿Dejaría su dinero en un banco que tuviera las paredes de papel?.

Todo ello, cerrando el círculo, cumple una función didáctica: educa a la sociedad en su derrota como masa crítica. Primero enseña que quizá es que tú, precisamente tú, mayor, de pueblo, con estudios básicos, pobre, despistado, no eres funcional a este nuevo mundo lleno de promesas y de propaganda basada en la cultura del esfuerzo y en la autoayuda –que son el reverso (in)moral de la burocracia–. Y si no, te obliga a dedicar horas a mejorar tus habilidades para las cosas más sencillas: el ocio queda hipotecado en esta prisión del conocimiento. Porque el Armagedón de las oficinas sin seres humanos se acerca. ¡Es la inteligencia artificial, idiota! Demos gracias de estar vivos. Aunque si te mueres y no sabes la contraseña de acceso al cielo o no te ponen una cookie bajo la lengua vas listo.

Estoy seguro de que este artículo lo leerán buenos amigos tecnólogos y detectarán decenas de errores, exageraciones, etcétera. Me da igual. Mi fe en el género humano sigue incorrupta, como cookie hecha por monjas de clausura. Y, además, tengo el firme convencimiento de que, cotidianamente, considerado el mundo global y viral, sucede lo que en aquella serie televisiva en el que un ministro decide reducir el número de funcionarios: las mañas del secretario general del Ministerio le convencen de crear un organismo para la supresión de funcionarios, para mayor eficacia y mejor imagen, con lo que el balance final es el incremento del número de funcionarios. Así que yo tengo esperanza en la victoria de los justos y la derrota de los posthumanos. Tecnopijos, poned las barbas a remojar, que de estos recortes unos cuantos vais a la calle: vosotros seréis los primeros en caer. La burocracia digital os tiene fichados. Y las máquinas con las que sabéis todo de mi han empezado a leer a Freud.

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