La Provincia - Diario de Las Palmas

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Testigo de calle

La tarea de volver a ser felices en La Palma

En el aeropuerto de Los Rodeos, antes de embarcar para La Palma, hay una pareja de veteranos que son de Puntagorda, de donde viene aquella copla legendaria, una bardina, me aclaran ellos, en la que uno le reprocha a otro que no sabe ni jablar. «Pero tú que es lo que jaces, si dices jablar con jota sin saber que es con jache». Estaban tratando de entrar por el lado equivocado de la cola, y me permití aliviarles el trayecto abriéndoles la cinta que conduce el camino a la facturación. De broma les dije que allí estaba yo, ganándome unos duros gracias a esa tarea. Luego coincidimos en la cola propiamente dicha, hasta que, en la terminal de La Palma, ya aterrizados, nos despedimos deseándonos felicidad en una tierra de la que ahora somos todos, aunque ellos lo son de raíz, de vocabulario, de sentimientos y de mirada. Así que antes de darles la mano y desearles la suerte que merecen ellos y su tierra, noté que, en los ojos de más de ochenta años de aquella mujer tan alegre, tan bien dispuesta a la broma y a la alegría, empezaron a asomar unas lágrimas que se quedaron ahí, como luces que pugnan por eliminar la tristeza de estos noventa días en que el volcán de la Cumbre Vieja ha sido la mala noticia de una isla, de una gente, de un país, del corazón y de los ojos.

Luego ellos se fueron con sus paquetes y sus maletas, y yo los vi entrar en la isla misma, a la vez que se abrían ante mi el mar, el cielo encapotado, ese silencio que este sábado parecía el mejor presagio posible después de una impresionante lluvia de truenos y de fuego que ha asolado las vidas de los palmeros y, en general, de los habitantes de este hermoso territorio al que la lava ha mordido el ánimo, las haciendas e incluso el porvenir, pues éste depende de que este delirio terrible de la naturaleza acabe bien. ¿Y cómo acabará bien esta tragedia?. Desde que me subí al taxi, donde ahora más que nunca son locuaces los que conducen, que están deseando compartir cada una de las palabras que guardan en el gaznate, el chófer atendió a la pregunta que deben hacerle ahora mismo todos los recién llegados:

--¿O sea que ya se acaba el monstruo?.

El conductor respondió en seguida:

--Y las ganas que tengo yo de ir a su entierro.

El monstruo lleva asustando al cielo y a la tierra desde hace ahora noventa días, y se dice que el 23 de diciembre, después de la Lotería y antes de la Navidad, puede desaparecer habiendo hecho un nuevo mapa de zonas fértiles y ahora devastadas, de población y de haciendas, de casas y de recuerdos, de la tierra que, por muchas razones y no sólo por capricho, se llama la Isla Bonita. «¿Noventa días?», me dijo otro taxista, «noventa días son los que duraban las letras de cambio, al final de los cuales o pagabas o te caía una buena». En el bar al que fuimos al mediodía, a abrevar antes de seguir el viaje, estaban algunos de los vulcanólogos que se han hecho populares por sus apariciones en las televisiones y en otros medios, y allí Nemesio Pérez, mi amigo de la infancia en el Puerto de la Cruz, me dijo con toda la franqueza con la que se expresa, y con la simpatía que tiene desde chico, hijo y hermano de personas admirables, todos ellos muy cultos, muy trabajadores y muy queridos, que hay que tener paciencia, que es mejor esperar antes de echar las campanas al vuelo. Luego nos fuimos a comer un poco de queso palmero, no muy curado, a disfrutar de ese clima que parece una mano de amistad sobre la cabeza de los transeúntes, y a tratar de descifrar los símbolos que aún adornan el suelo de las calles de la ceniza de arena que ha caído inclemente día tras día hasta que parece que se cansó el monstruo.

Por allí pasó el muy activo, y muy eficaz, presidente del Cabildo Insular, Mariano Hernández Zapata, con su esperanza de que, en fin, esa letra de noventa días dure ya tan solo noventa días y La Palma vuelva a ser feliz y deje de escuchar las trompetas ruines que vienen de su delicado subsuelo. Unos minutos más tarde, como si estuviéramos en medio de un carrusel de apariciones, surgió de una esquina el consejero Julio Pérez, con su maleta de los mil viajes que ha hecho de La Palma a Santa Cruz o a Las Palmas y de venir a esta isla desolada que con tanta eficacia me parece que han cuidado los distintos gobiernos, en especial el que él mismo representa. Julio, al que conocí de pantalón corto mirando un escaparate de la Librería de don Eladio Santaella en el Puerto de la Cruz, se detuvo un rato con nosotros. Por una vez en este tiempo en que lo he visto por la televisión, observé que el consejero portavoz parecía tener en la punta de la lengua noticias mejores que las que se han ido dando en los medios y en las esquinas, el cuchicheo terrible que ha dominado la conversación insular y peninsular mientras no han cesado los malos presagios de la tragedia.

Pero aún ni el presidente del Cabildo, ni Nemesio ni el consejero ni nadie es capaz de dar por muerto el monstruo… Ha hecho un daño terrible, ¿y lo seguirá haciendo? Hasta ahora, y ojalá no haya materia para seguirlo haciendo, la Televisión Canaria que dirige Paco Moreno, ha ido sirviendo con enorme eficacia periodística (y por ello ganó su cadena el premio Ondas) las imágenes de esa hoguera despiadada, y es posible que desde el 23 de este mes de diciembre, pueda dar, con todas las letras de la alegría, que se acaba el martirio de lava y ceniza y desastre que se ha cernido sobre la isla de La Palma. Quién sabe.

¿Y después? Esa pregunta, que parece todavía residir en las lágrimas sin aflorar de aquella señora a la que despedí en el aeropuerto que se llamó De Buenavista en el primer viaje que hice a la isla, es la que domina en este instante las conversaciones palmeras. Por la tarde y por la noche, e incluso a medianoche, la hice a mis compañeros de tertulia o de cena. Ahora vendrá un enorme conflicto, escuché decir, que es el que supone la reconstrucción del ánimo. ¿Y eso cómo se hace? La misma respuesta que hallé en el aeropuerto, aquellos ojos acuosos, parecen guardarse por ahora las palabras de la respuesta.

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