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Myriam Z. Albéniz

Desde la sala

Myriam Z. Albéniz

Urge acabar con el tabú del suicidio

No es la primera vez que escribo sobre el suicidio, un preocupante fenómeno global que, por desgracia, se está viendo incrementado en este atroz tiempo de pandemia. Actualmente constituye la segunda causa de fallecimiento en el rango de personas comprendido entre los quince y los veintinueve años, cobrándose anualmente según la Organización Mundial de la Salud (OMS) más de ochocientos mil óbitos. Cabe decir, por tanto, que el riesgo de su comisión aumenta en la etapa de la adolescencia, y más aún desde que Internet se ha tornado en una herramienta imprescindible de uso.

Los factores que influyen en esta compleja problemática son diversos, desde los psicológicos a los sociales y desde los biológicos a los culturales pero, curiosamente, llama la atención que su percepción generalizada como un grave peligro resulte minimizada en comparación de, por ejemplo, los accidentes de tráfico o el consumo de alcohol y drogas. En cualquier caso, urge transmitir la idea de que los suicidios se pueden prevenir, por más que tal prevención se vea condicionada negativamente ante la evidente falta de sensibilización derivada del tabú existente a nivel ciudadano. Para analizar abiertamente esta realidad, hay que empezar por hablar de ella como sucede con los infartos o las neumonías, por citar patologías reconocidas. De ahí que proceda prevenirla de forma innovadora e integral, colaborando para ello no sólo el sector sanitario sino también el educativo, el laboral, el policial, el jurídico, el político y, por supuesto, el informativo.

Se adivina fundamental trasladar el mensaje de que las crisis que abocan a una persona a acabar con su vida suelen ser pasajeras, no permanentes, aunque en un principio parezca que el abatimiento no va a terminar jamás. Los pensamientos suicidas normalmente están asociados a problemas que pueden resolverse. No significa que no tengan solución, sino que el sujeto no es capaz de vislumbrarla en ese momento. De hecho, lo que verdaderamente se desea no es tanto la muerte como el cese de un sufrimiento que se percibe como insuperable pero que, al cabo de un tiempo, es probable que reduzca su intensidad. De ahí que convenga recordar esas razones de peso que nos impulsan a sobrevivir en las peores circunstancias, como pueden ser la familia, las amistades, las aficiones o los proyectos por realizar.

Y siendo los profesionales de la salud el principal bastión a la hora de tratar a los afectados por estas situaciones, no es menos cierto que esos familiares, amigos, vecinos o compañeros de trabajo también son figuras esenciales para una detección precoz y para un apoyo que procure esperanza y frene las intenciones destructivas. En este sentido, existen una serie de estrategias eficaces que vale la pena referir, entre ellas la restricción del acceso a sustancias tóxicas y armas de fuego, la identificación temprana y el posterior tratamiento de quienes sufren trastornos mentales o que consumen alcohol y sustancias tóxicas, la mejora del acceso a los servicios sanitarios y de asistencia social, la responsabilidad alejada del sensacionalismo en la cobertura de estas noticias, y la normalización de la búsqueda de ayuda por parte de quienes sufren estos padecimientos.

Todo suicidio es una tragedia que, cuando se presenta, supone un golpe demoledor en el entorno de la víctima, cuyos allegados se plantean de modo recurrente e inevitable si podrían haber hecho algo más (tal vez, algo distinto) para evitar un desenlace tan terrible. Por ello su duelo, si cabe más dramático que cualquier otro, les condena a transitar por una senda enormemente dolorosa en la que a menudo buscan respuestas que les son negadas. Luchemos, pues, contra la invisibilidad y el silenciamiento de los suicidios y trabajemos en equipo para prevenirlos, empezando por aumentar las plazas de especialistas en la materia dentro de la sanidad pública. Porque quizás el primer paso consista en mirar al otro en vez de verle y en escucharle en vez de oírle.

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