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Xavier Carmaniu Mainadé

La cabina, llamando a la historia

Uno se da cuenta de que se hace mayor cuando objetos de su cotidianidad necesitan ser explicados a la descendencia. Intenten hacerle entender a los niños de menos de 10 años cómo funcionaba una máquina de escribir, un radiocasete o una cabina telefónica. Ellos, que han nacido con un móvil en sus manos, ojipláticos se quedan al saber que antes, si querías llamar, tenías que utilizar esos pequeños habitáculos.

Estos días la cabina es noticia porque en Madrid la han convertido en monumento. En la plaza Conde del Valle de Súchil del barrio de Chamberí han colocado una réplica del modelo que había en las calles hace medio siglo para homenajear al cineasta Antonio Mercero, creador de La Cabina, una angustiosa película protagonizada por José Luis López Vázquez. La historia era tan buena que fue la primera cinta española en conseguir un premio Emi, en una época en la que la producción audiovisual estaba a años luz de la actual. Había tanta diferencia como la que existe entre un smartphone y un teléfono de monedas como el del filme.

Cabe decir que el teléfono empezó a desarrollarse mucho antes. En 1876, el estadounidense Alexander Graham Bell lo patentó (aunque en realidad fue inventado por el italiano Antonio Meucci, tal y como ya explicamos en este mismo espacio meses atrás). En Barcelona, las primeras pruebas se realizaron en 1877 en la Escuela Industrial y, poco a poco, fueron surgiendo iniciativas locales en todas partes. Cuando el Estado vio la trascendencia de esa tecnología, decretó que fuera monopolio estatal pero, dos años más tarde, al no disponer de recursos económicos ni tecnológicos, rectificó y permitió la explotación privada del servicio. Como es fácilmente comprensible, esto favoreció la expansión del teléfono en las grandes concentraciones urbanas porque era donde había mayor posibilidad de negocio para las empresas. En consecuencia, la población rural, que entonces era mucha, no podía beneficiarse del invento.

Por eso, cuando en 1914 se constituyó la Mancomunidad de las cuatro provincias de Catalunya, una de las máximas prioridades de sus dirigentes fue hacer llegar las líneas a los pueblos más pequeños. En la mayoría de localidades lo que se hacía era instalar un terminal en un punto del municipio, desde donde el vecindario podía comunicarse.

Los datos hablan por sí solos: si en 1914 solo había teléfono en 38 localidades catalanas, se llegó a las 410 en 1923, cuando la dictadura de Primo de Rivera intervino el gobierno catalán para terminar disolviéndolo. A partir de entonces, la gestión quedó controlada por Madrid a través de la Compañía Telefónica Nacional de España, una entidad que todo el mundo llamaría simplemente la Telefónica.

Fue durante esa época que se puso la primera cabina. Para ser exactos debería llamarse cajón. En 1928, donde ahora se encuentra la sala de fiestas Florida Park del Retiro, había un balneario frecuentado por la flor y nata madrileña. Para dotar el local con los últimos avances, se quiso instalar un teléfono público, que funcionaba previo pago. El aparato estaba protegido por una especie de caja de madera, que se abría cuando debía utilizarse.

Aún faltaban muchos años para que llegaran las cabina que, los que ya tenemos una edad, conocimos. La primera se puso en 1963 y, con cuentagotas, fueron llegando a toda la geografía. A finales de los 60 esos teléfonos públicos protegidos por una marquesina roja eran muy populares. Todo un signo de modernidad para un país que hacía poco que había descubierto la televisión y asistido a los primeros conciertos de los Beatles.

No es extraño pues que, de la misma forma que en pleno siglo XXI un cineasta puede urdir tramas narrativas donde el eje central sean tecnologías muy avanzadas para nosotros, como por ejemplo la realidad virtual pongamos por caso; en 1972 el director Antonio Mercero escogiera la cabina para el argumento de una historia donde el protagonista quedaba atrapado. El impacto de la película fue tal que seguro que, en alguna ocasión, todos los que utilizamos esos teléfonos de monedas temimos convertirnos en José Luis López Vázquez.

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