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Juan Francisco Martín del Castillo

Rosenberg, Nietzsche y el niño de Canet

El 14 de mayo de 1934, el ideólogo por antonomasia del nazismo, Alfred Rosenberg, se encuentra de visita en la Casa y Archivo de Nietzsche, adonde había acudido en ofrenda y reconocimiento al que él consideraba quizás un pionero, uno de los primeros intelectuales del nuevo movimiento de regeneración de Alemania. Era un Nietzsche tutelado, esclavo y siervo de la miseria nacionalsocialista, pero, aun así, su figura se alzaba como un faro para los dirigentes del Tercer Reich. Allí, le recibió la hermana del filósofo, Elisabeth Förster-Nietzsche, con quien, al parecer, hizo buenas migas el diplomático preferido de Hitler. Pues bien, ante ella, esbozó un discurso que, justo hoy, merece ser recordado. Después de casi 88 años, curiosamente los mismos con los que contaba en aquel instante la heredera del legado del genio de Röcken, las palabras del canciller del Führer, acerca de la tarea de la educación, son tanto más importantes: «debemos imponer nuestra visión del mundo frente a todos nuestros enemigos». Una frase, perfectamente registrada en sus diarios, ya traducidos al castellano por editorial Crítica, y que ahora, como digo, resulta crucial para definir lo que está pasando en Canet de Mar con el hostigamiento a un menor y su familia por recibir parte de las clases en la lengua de sus padres, la lengua de todos.

Rosenberg, y únicamente lo llegamos a entender mucho más tarde, al hacer referencia a los «enemigos» estaba incluyendo en esta categoría a los propios germanos, especialmente, a los de ascendencia israelita, pero no sólo a ellos, sino a cualquier alemán que disintiera de sus pretensiones. Así, pues, los enemigos potenciales del nazismo podían ser desde un adulto ejerciendo su derecho a la libre expresión como el niño que, con la mayor ingenuidad, dejara en entredicho las perversas intenciones de los intolerantes y los autoritarios. En Canet de Mar, es esto último lo que está ocurriendo. Un pequeño, señalado por la intransigencia y el fanatismo, no menos que por el odio del rebaño y el supremacismo racista, es la prueba evidente de que el ser humano tropieza una y otra vez con la misma piedra. No hemos aprendido la lección de la historia, ni la de España ni, por supuesto, la de Europa.

Da vergüenza ajena ver las imágenes del Rosenberg institucional, el Consejero de Educación de la Generalitat, al que no me apetece concederle más nombre que el del canciller nazi, porque lo importante ha sido su función, la propia del autor de El mito del siglo XX (1930), puesto que, en lugar de atender al vulnerable, optó por su abandono, glorificando la acción de los acosadores y la de los fieles del discurso del odio racial. Sin embargo, lo que me duele como español, como hombre de principios y valores, es que el gobierno de la nación haga caso omiso a la situación del niño con tal de complacer a los socios de la coalición. Ya digo, no es vergüenza, es realmente un dolor intenso en el alma y en esos sentimientos nobles que todos deberíamos tener, pero que, precisamente, son los que más se echan en falta. Ni Nietzsche se merecía el extraño homenaje de Alfred Rosenberg ni este niño de Canet se merece que le hagan manifestaciones a la puerta de su casa. Tanto lo uno como, sobre todo, lo segundo son ejemplos palmarios de la manipulación ideológica y el desprecio por lo humano.

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