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José Luis Villacañas

Lección chilena para el neoliberalismo

Lección chilena para el neoliberalismo

Chile lleva camino de culminar su proceso instituyente con éxito. Llamamos proceso instituyente, como recuerda Roberto Esposito en su último libro, al que genera un orden político esquivando el dilema entre poder destituyente y poder constituyente, dilema propio de un pensamiento político vinculado al prestigio de la «revolución». El proceso instituyente es la forma histórica de expresarse la unidad de pueblo. Y así, la España de Franco, que inspiró de forma evidente las estrategias de las derechas chilenas y de las fuerzas reaccionarias desde el golpe de Estado de Augusto Pinochet, debería ahora adoptar la posición simétrica, de modo que las fuerzas progresistas de este país imitaran lo que ha sucedido en Chile en estos últimos años.

Como en España en el año 2011, el insoportable malestar que producen las políticas neoliberales hizo estallar la conflictividad social en Chile en 2019–2020. Como en España, la crisis económica estuvo unida a una aguda sensación de corrupción instalada en el corazón del sistema político–económico. Eso produjo una intensa angustia existencial entre el pueblo chileno. La diferencia fundamental entre el ordeliberalismo europeo, dominante desde 1945, y el neoliberalismo anglosajón, dominante desde Reagan y Thatcher e influyente en Chile, es que los ordoliberales quieren neutralizar la decisión democrática respecto de las grandes cuestiones económicas del país, pero aspiran a la producción de orden social desde el poder político; mientras que los neoliberales aspiran a usar el poder político para acelerar la ocupación privada de los espacios públicos, con independencia de la producción de desorden que generen. Esto no es una doctrina, sino una práctica que consiste en amiguismo.

Por eso neoliberalismo y corrupción son como uña y carne. El primero genera una práctica político-social en sí misma corrupta y por eso no es un azar que desde el tamayazo no se consienta que una mirada imparcial se pose sobre los papeles del gobierno madrileño. El caso es que las protestas contra esta situación de hace ahora dos años fueron de tal magnitud en Chile, que desembocaron en lo que ya era inaplazable, abrir un proceso que dejara en el pasado la constitución de Pinochet y dotara al país de una nueva institucionalidad. El efecto del neoliberalismo es la producción de caos social. El pueblo chileno, sin embargo, ha demostrado energía política y ha reaccionado a tiempo.

El 18 de octubre chileno ha sido en ese sentido más exitoso que el 15M español. La causa de esta diferencia es muy compleja y creo que no es un asunto menor la conciencia republicana de Chile, donde se sabe que en algún momento la forma política tiene que pasar ineludiblemente por la activación del pueblo como unidad política que toma en sus manos su propio destino. Tal cosa no existe en España, primero porque eso llevaría a poner en cuestión la institución que se sostiene sobre su propia afirmación tradicional, la monarquía; pero también porque la unidad de pueblo no está dispuesta a comparecer, dada su impugnación por las fuerzas nacionalistas. Pero con ser decisiva esta cultura política republicana, hay otra razón para la diferencia.

Frente a lo que sucedió con Podemos, forma de canalizar demandas y exigencias fruto del malestar general, en Chile se abrió otro proceso. Podemos coaguló demasiado rápido en un partido clásico con un jefe clásico, mientras en Chile el movimiento popular se capilarizó en formas acefálicas, lo que abrió la representación política a una serie de actores que dejaron en libertad su energía política. Esos actores dominaron la constituyente, y no han generado el efecto que ha tenido Podemos en España. Este, al producir el estrechamiento y concentración del cauce político, hizo crecer la decepción de forma intensa. Pero ya sabemos que la decepción es la máxima productora de energía en disipación, el motor de la entropía política, la ruina de la voluntad.

Frente a esta angostura, los movimientos sociales chilenos han mantenido su frescura, su contacto con la calle, con las comunas populares, con las regiones más desfavorecidas, con las franjas de poblaciones más perjudicadas por el dispositivo neoliberal, con la ciudadanía que padece salarios bajos, colegios caros, vivienda difícil, transporte deficiente, universidad atravesada por los créditos al estudio (a pesar de la generosa política de becas de algunas instituciones eclesiásticas del país) y finalmente lo decisivo, las pensiones privatizadas, lo que representa amasar capital para un negocio con el que se financian las demás privatizaciones de servicios públicos, sin que los que aportan sus fondos reciban ningún beneficio.

Toda esta ingente población sabía que se enfrentaba a un problema fundamental, que había sido calculado por las fuerzas conservadoras con cuidado. El proceso constituyente debía cruzarse con el proceso de elección presidencial, de tal manera que quien tuviera que firmar la nueva constitución tendría que ser un nuevo presidente. Dado el carácter concentrado de las elecciones presidenciales, se suponía que el movimiento acéfalo de las fuerzas progresistas apenas podría impedir la afluencia de voto a los partidos convencionales. Un presidente de estos partidos sería un muro de contención para las grandes transformaciones que el pueblo menudo espera de la nueva constitución.

La sabiduría del pueblo chileno en esta ocasión ha permitido una concentración histórica del voto progresista, que ha desbordado por completo todas las previsiones. Tres factores han influido de forma decisiva: mantener las expectativas de los sectores populares desprotegidos y de las regiones más pobres; movilizar el voto de las mujeres, amenazadas en sus derechos vitales, que han votado de forma masiva a Gabriel Boric y, en tercer lugar, arremolinar a los menores de 30 años a favor del futuro. Un escenario, como se ve, muy distinto al español. Ahora solo podemos desear que Boric negocie bien con el Senado y el Congreso y haga una política que beneficie a un pueblo angustiado.

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