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Palabras en el Malpéis

Diego Hernández en la frontera

Ya no debe quedar rastro, en ningún lugar del mapa, del ácido olor a tinta que inundaba las redacciones de los periódicos, en el pasado siempre cercanas al cansino ruido de las rotativas. Ese olor adictivo, penetrante, elixir compuesto de egos literarios sometidos a la urgencia de la noticia diaria y al humo alquitranado de los cigarros. Todo un ambiente de película en blanco y negro que esperaba la llamada de teléfono confidente, el suceso de la calle, la excitación de la política y su teatro. Era el alimento de las galeradas de un futuro inmediato que acababa en la estantería de un kiosco para regocijo de un lector fiel, ávido del papel tintado y su costumbre mañanera.

Que Diego Hernández fue hijo de esa rutina casi romántica, no hay duda. Y que pertenece a una generación habitada por la alargada sombra de las flamantes firmas del periodismo local, bregadas en la efervescencia de la Transición, tampoco. Por ello, quizás, quiso habitar en otros asuntos que no habían tenido un eco continuado en las páginas de LA PROVINCIA, que ha sido su casa durante muchos años, hasta su llegada.

Así que escribir hace unos cuantos años sobre un tipo de músicas -entonces llamadas modernas, hoy bajo el título de independientes- supongo que conllevaba conducirse hacia una cierta modestia en el ecosistema de una redacción. Bien porque el ambiente de creación sonora popular y contemporánea de la Isla fuera modesto en su juventud profesional, bien porque padecía una fragilidad nacida de un territorio archipielágico donde lo alternativo luchaba con el ánimo rural que imperaba isla adentro.

De tal manera que después de cumplir con la liturgia obligada del hacendoso periodista de a pie, que escribe de todo cuando toca, Diego proyectaba sus pasiones en artículos, críticas de discos, páginas especiales y entrevistas donde escribía y reflexionaba sobre músicas creadas en la frontera. La pluma entonces volaba ágil, auscultando el hecho musical que nacía en su tiempo, introduciéndonos a los lectores más conservadores en conceptos y estéticas nacidas habitualmente en las grandes capitales, centros de poder que emanan contraculturas desde la marginalidad de sus periferias urbanas para convertirlas en modas planetarias.

Y todo ello lo hacía Diego con una agilidad periodística que no perdía de vista al sujeto ni al leedor de sus crónicas. Ese conocimiento de las vanguardias de las músicas populares, imagino que trapicheando referencias discográficas y revistas especializadas, invocando a amigos para conseguir ediciones discográficas de rareza notable, olfateando la escena musical local o enredándose en la vorágine de la noche y sus secretos en busca de pequeños tesoros musicales, hacen de Diego un cronista indispensable de lo que sonó en la isla y sus orillas desde hace tres décadas hasta hoy.

Hace unos días me lo encontré en la calle y me dio la noticia de que cierra un ciclo profesional -su pertenencia al periódico que lo acogió desde joven y en el que escribo esto- para emprender nuevas aventuras, que seguro seguirán enfocadas hacia esa pasión que ha empujado a lo mejor de su activismo periodístico. Será, sin duda alguna, en la frontera, ese lugar donde habitualmente ha olfateado durante tres decenios la moda musical más reciente, más innovadora, más revolucionaria.

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