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Juan Cruz Ruiz

Testigo de calle

Juan Cruz Ruiz

Piel de búfalo y de la mala educación

El año que acabó anteayer se inició con la imagen de un búfalo humano irrumpiendo con armas en el Capitolio donde deciden los representantes norteamericanos su presente y su futuro. Fue un espectáculo horrible que incluía mala educación e insulto a las raíces de una de las democracias más prestigiosas del mundo. Ese hombre y sus numerosos secuaces habían sido alentados por Donald Trump y su familia, que en ese momento llevaban a cabo una campaña radicalmente antidemocrática contra el legítimo ganador de las elecciones habidas aquel último 4 de noviembre y en las que hubo un veredicto que favorecía a Joe Biden, ahora presidente del inmenso país y de sus millones de habitantes.

Parecía un hecho singular, insólito, en la dos veces centenaria historia de los Estados Unidos, pero era propia de repúblicas bananeras, algunas de ellas auxiliadas en su malandanza precisamente por el poder norteamericano, que en el siglo XX manejó a títeres que le fueron fieles para acabar con episodios democráticos tan importantes como los que hubo en Guatemala, en Uruguay, en Chile o en Argentina, puestos a disposición de sátrapas que ahora ya están en el desván de la historia. Durante muchos años, y ahora mismo, Estados Unidos ha seguido manteniendo en el mundo las consecuencias de su poder, y en ese sentido es imposible olvidarse del nombre Bush, padre e hijo, y del nombre de Richard Nixon, hasta llegar, en el siglo XXI, al ahora oneroso apellido de Trump.

Trump manejó a sus antojos el tiempo que le tocó manejar el poder en Estados Unidos. Dio vergüenza ajena, en todos los extremos de la palabra vergüenza, pues le quitó a su país la autoestima, generó acciones y palabras que no tenían que ver con la buena educación democrática, y puso a los niveles más bajos el prestigio de la historia de los Estados Unidos. Por así decirlo, puso a la altura del betún las ínfulas democráticas de tan importante país y, aunque fuera al fin y al cabo una degradación que afectaba a la paz del mundo, resultó en todos sus extremos más degradantes el hazmerreir de los otros países que se habían fijado en la política norteamericana para explicarle al mundo cómo debían hacerse las cosas.

En ese caldo de cultivo se fueron cociendo cuatro años malolientes, que Trump quiso multiplicar a toda costa. La campaña electoral, de ribetes siempre festivos e incluso lamentablemente festivos, tan llenos de risa y de burla, propensos además al barullo de denuncias de unos contrincantes contra otros, incluyendo (como sucedió en las dos campañas del ahora expresidente Trump) el juego sucio de argumentos, datos o denuncias cuyas bases eran tan falsas como las que el que resultó ganador había esgrimido contra la anterior candidata demócrata, Hillary Clinton.

Contra Biden desarrolló Trump la misma retahíla de improperios, hasta el minuto final del escrutinio y más allá. En el punto culminante del recuento, iniciado y continuado con todo tipo de denuncias para entorpecer el trabajo de los jueces de la contienda, Trump organizó una fiesta en su casa, que era la Casa Blanca. Tengo esas imágenes nítidas en mi cabeza, como si estuviera asistiendo a una clase práctica de la manipulación, llevaba a cabo en la democracia más importante del mundo para explicar, por televisión y por las redes, lo que no debían hacer los aprendices que quisieran ser tan demócratas como los norteamericanos.

Pero no era un ensayo, no era una explicación sobre lo que no se debía hacer. Era exactamente un golpe de estado ensayado a los ojos del mundo y protagonizado por Trump y por sus hijos, acompañados todos ellos por secuaces que estaban allí para reírse de los ganadores y para explicar a los suyos, incluso aquel hombre vestido con piel de búfalo, cómo se revierte por métodos fraudulentos el resultado de una elección democrática. En aquel salón en el que se estaba celebrando una especie de brindis de Navidad, con canapés, champán y otras bebidas, destacaba de vez en cuando la figura del propio Trump acercándose a la retransmisión en directo de lo que estaba sucediendo en el Capitolio, que no era muy distinto, pero sí peor, que lo que en febrero de 1981 tuvo lugar en la sede de la democracia española, en la Carrera de San Jerónimo de Madrid.

Había varias diferencias, claro, entre otras que la España que en ese momento se alzaba contra el Gobierno democrático y contra sus representantes acababa de salir de una dictadura, y que allí dentro, escondidos bajo los escaños, había diputados elegidos de entre algunos que habían servido a la dictadura pero que habían optado por ser parte de la solución democrática de este país. El que más parecido tenía en aquellas circunstancias con esta que afectaba de manera tan grave al proceso electoral norteamericano era precisamente el militar que se subió al estrado de las Cortes, redujo al presidente Landelino Lavilla a la nada, y se dirigió a los presentes, sus señorías, con estas palabras: «¡Se sienten, coño!» El hombre vestido con piel de búfalo ocupó, en el caso norteamericano, el lugar de sus señorías estadounidenses, hizo mofa y befa del pasado de su país, y de las elecciones recién habidas, y puso contra las cuerdas merecimientos ante los que hay que rendirse: la larga e intachable historia de la democracia que Abraham Lincoln inauguró como presidente.

Desde la Casa Blanca, en este caso, Trump y los suyos monitorizaban aquel golpe de Estado, maniatados simbólicamente sus representantes y sus instrumentos de poder asumidos y destrozados por quienes tenían la aquiescencia tácita de los que estaban obligados a guardar la ley y el orden en una nación que basaba su prestigio precisamente en esos requisitos. Fue un momento gravísimo para Estados Unidos, y lo fue también para el mundo.

Este último día de diciembre, un demócrata que se sentó en los escaños españoles, y que además cumplió deberes importantes en el Gobierno de Mariano Rajoy, el profesor y escritor José María Lassalle, recordó a sus contertulios de la Ser que el año 2021 había empezado así, y que sería bueno que eso no lo olvidaran las democracias, incluida la nuestra. Que en días como estos un hombre vestido de búfalo se había sentado en la sede de la democracia nacional en el país más democrático del mundo, y que, aunque luego fue condenado, dejó una impronta de estupor civil del que hay que hacer uso para que nunca, ni entre nosotros ni en ningún lugar, un búfalo vil como aquel ponga en peligro la raíz de lo que les corresponde a los países que hacen de la discusión y las elecciones la raíz de su porvenir.

Digo esto con la intención de decir que entre nosotros también hay hombres y mujeres que padecen la tentación de llevar por dentro, y por fuera, la piel de búfalo y de la mala educación.

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