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José María Asencio Mellado

La pandemia del hambre

Varias personas en una de las ’colas del hambre’ de Madrid.

La pandemia más grave que existe en la humanidad, silenciada, inoportuna y molesta para nuestro desarrollado mundo es el hambre, olvidada por una sociedad que ha reaccionado con pánico ante otra cierta, pero de menor intensidad y duración que aquella.

Casi 45 millones de personas están al borde la inanición en el mundo. Solo 5,4 millones han muerto por o con Covid.

800 millones de personas no saben si comerán cada día. Muy lejos de los 285 millones de contagiados por nuestro virus; una cifra en la que se computan asintomáticos y enfermos leves en su gran mayoría.

Casi tres millones de niños mueren cada año por el hambre. Superior a los 5,4 en dos años por Covid.

Acabar con el hambre costaría 7.000 millones de dólares. 6.200 millones de euros. La cantidad que Europa ha gastado en vacunas es desconocida. Pero en noviembre de 2020 se sabe que se destinaron casi 8.400 millones de euros para comprar las primeras dosis. En España, en marzo de 2021, el gasto ya había ascendido a casi 2.000 millones de euros, algo menos de la mitad de lo necesario para remediar el hambre.

En 2020, se afirma, las muertes por hambre incrementadas por el Covid ascendían a 12.000 diarias, muy superior a las 10.000 que provocaba el coronavirus. Nada se invirtió para paliar este aumento de efectos en los más desfavorecidos.

La vacunación, que alcanza niveles casi absolutos en este primer mundo, es irrelevante allí donde el hambre y la falta de medios sanitarios es permanente, pero ahora se revela como dramática. Verdad es que donamos algunas dosis a esos países, no por solidaridad, que nadie se engañe, sino porque nos han dicho que si la inmunidad no es global el riesgo de aparición de nuevas variantes, surgidas en la pobreza, afectará a la estrategia del primer mundo.

Nuestra pandemia, la que ha afectado a esta zona privilegiada, nos ha asustado y hemos dedicado esfuerzos gigantescos para paliarla a pesar de que las cifras no llegan ni por asomo a las consecuencias de esta otra, el hambre, que azota a buena parte de la humanidad y que no consideramos y abordamos con la empatía, la caridad o la justicia, tanto da la virtud que escojamos, para paliarla. Porque, comprobado queda, cuando algo nos afecta, tenemos medios y podemos disponer de ellos con absoluta soberbia y sin un ápice de culpa por la desafección hacia nuestros semejantes pobres. Los desheredados de la tierra que, lamentablemente para ellos, no viven en la modernidad, ni son nacionalistas, razón por la que esta moderna izquierda, no internacionalista, los abandona mientras que la derecha lo fía todo a la caridad, no al derecho. Entre unos y otros, mueren cada año muchos a los que, a la vez, no queremos permitir que se acerquen a nuestras costas salvo que sean rentables para servirnos en trabajos que nosotros no estamos dispuestos a realizar. Una nueva forma de esclavitud aunque vestida de eficiencia económica y apelaciones patrióticas o populistas, según quien las profiera.

La pandemia del hambre es permanente y crece cada año, sin remedio, sin vacunas, sin medios, atendida las más de las veces por la buena gente, las ONG, la Iglesia Católica y otras confesiones y personas dignas y comprometidas con la solidaridad y la fraternidad, sin más discurso que sus manos y esfuerzo.

El famoso objetivo del 0,7% de la Renta Nacional Bruta destinado al desarrollo se ha quedado, según la OCDE, en un mísero 0,3, insuficiente y criticado tantas veces por excesivo por ilustres cristianos de fachada. Y tampoco ha sido impulsado por una izquierda ahora metida de coz y hoz en tantos «istas» de privilegio, como insolidarios para con los que antes llamaban desheredados y parias de la tierra.

Pasará esta pandemia; pasarán los contagios sin síntomas en su mayoría y la alarma por un mal tan poco comparable al que sufren tantos millones de seres humanos. Y esta enfermedad, que ha fomentado la distancia social, el miedo al amigo, el rechazo al enfermo, traerá con seguridad menos solidaridad. No nos quepa duda de que, si en estos dos años, se han escrito no más de diez artículos sobre el hambre, en el futuro serán muchos menos. El aislamiento se extenderá a los que, por su falta de inmunización serán considerados peligrosos, salvo, obviamente, para extraer materias primas o elaboradas a precio de ganga sin derechos laborales o los que traigamos para suplir nuestra prepotencia en aquellos trabajos que ya no queremos. Faltaría más.

Que en pleno siglo XXI, cuando hemos acreditado una capacidad inmensa para afrontar la lucha contra un virus con medidas desproporcionadas muchas veces y sin límite de gasto, no seamos capaces de invertir una parte ridícula en remediar el hambre y toleremos la muerte de tantos niños por inanición, es expresión de hipocresía.

La pandemia del hambre y la necesidad es permanente y como tal habría que tratarla, no como una maldición inevitable. No lo es y bueno sería intentar afrontarla del mismo modo que hemos enfrentado la solidaridad con nosotros mismos y nuestros miedos sin reparar en el gasto público. Y es que bastarían las migajas para hacerlo.

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