La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Una casa a las afueras

Cestos de rosas muertas

La magia tiene por costumbre marchitarse en los primeros días de enero, cuando el farero apaga los focos que alumbran el mar blanco de la navidad.

Hoy es un día sin estrellas, aunque retumbe el eco de las caracolas. Hoy toca el arrastre del abeto hasta el ceniciento desván, descolgar de sus ramas los corales y la lluvia de sueños.

Con la herramienta de nuestras manos vamos desmontando Belén pieza a pieza, como en las guerras… ahora es una escombrera. Los pastorcillos han caído boca abajo en la caja sin control sobre sus rebaños. Hay ovejitas dispersas entre los jarrones y por debajo de la mesa; el pesebre, tan diminuto, como cada año ha ido a parar a la caja de los deshechos, junto a las chinchetas, las velas y cintas de regalo. La blancura de los tejados es ahora un polvillo gris verdoso que destiñe los pañales del Niño. ¡Pobre! Su cobijo será desde hoy la oscuridad.

Hasta ayer, ahí había una luz, la tierra prometida, la réplica de un mensaje de amor al mundo. Hoy en cambio se suceden envoltorios y bultos como si un gran viento hubiera barrido del mapa toda existencia.

Por todas partes hay barrenderos llevándose montañas de ilusiones que hasta ayer eran más que cajas. Y mientras esta abundancia nuestra se derrama por contenedores y esquinas… medio mundo espera conseguir su trozo de prosperidad y de justicia.

El rastro de cáscaras de almendras forma un camino de nácares por la casa, todo está en fuga del mantel a la basura; hasta el corazón busca hueco en el baúl llamando a todas las cerrajerías de la ciudad. Pobre, teme cualquier descalabro o algún otro virus insaciable.

Sin embargo, yo temo más a esta pared blanca que hoy se levanta ante mí como un muro sólido de lugares comunes. Puede que no haya sido tan buena idea haber pedido prestados un par de sábados de tregua pues a escribir se aprende escribiendo y hoy… siento la impotencia del bloqueo.

El lenguaje si no se entrena se oxida y desflora; acaba siendo un inventario de chatarra como el Belén obscurecido desde hoy en el desván; es como si las palabras con su resina y consistencia pertenecieran a un territorio del que hemos sido expulsados y ya no quisieran iluminarnos. No vienen, aunque las llamemos al grito de socorro, se vuelven ráfagas inasibles, gotas de aloe resbaladizo o peor, amor no correspondido.

Quiero escribirlas, pero no se dejan, es la misma sensación que acosa al pintor cuando busca captar los pigmentos, los chispazos del lubricán y tan sólo toca el aire entre sus manos.

Así voy por esta ladera empinada del folio, pidiendo auxilio a la más mínima flor.

Sé que todos pensáis lo mismo, que urge extraer cuanto antes las esquirlas de la Navidad, acabar pronto con el cortejo de elfos y bombones y si es posible vislumbrar nuestra antigua forma de vivir, reconquistarnos.

Sin practicar la escritura, el corazón se vuelve una piedra, las manos dos alas llenas de plomo incapaces de devolver al cielo su pájaro.

Sin ejercitar la prosa, el corazón se evapora, se hace nube y gominola; sólo quiere acurrucarse en un jersey de versos, evitar la madreselva de confusión y caricatura en que han desembocado las noticias.

Estas dos semanas sin escribir se han convertido en una ilusión óptica de vacuidad porque al final, quien traza tan sólo versos corre el riesgo del exilio y el serio peligro de convertirse en hojarasca. Hasta un simple tallo es más consistente ante el lector que el brote de un poema.

Ya es tarde, pero me gustaría desmontar esta primera columna del año tal y como se desmontan los belenes y escaparates, igual que se apagan los murmullos y festejos. Porque… ¿para qué sirve un gran cesto de rosas muertas?.

Dejar de escribir es tirarlas a la cuneta.

Compartir el artículo

stats