La Provincia - Diario de Las Palmas

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Juan Francisco Martín del Castillo

Siga al conejo rosa

Se le veía salir de la madriguera, día sí y día no, en busca de alimento y a saludar a la hermandad conejil. Por su aspecto, nadie hubiera dicho que fuese un lagomorfo, que es como se llaman científicamente los de su especie, sino más bien una atracción del circo. Y, en algún momento de su vida, le tentó el espectáculo de las tres pistas y la magia de los aplausos tras hacer la gracia de turno. Pero, precisamente, un mago le estropeó la jugada. Sí, un ilusionista apellidado González Márquez, al frente de una corte de adoradores de la prestidigitación, truncó su ambición de situarse en el centro de la carpa. Aunque no es rumiante, rumió durante un tiempo, mientras daba vueltas y vueltas en su cochecito, si seguía adelante o, por el contrario, le seguían a él. Y el tiempo le ha dado la razón. Ahora, todos van tras el conejo rosa.

Nuestro conejito, más que por soltura o gracejo, destaca por lo típico. Sin descanso, vuelve y vuelve. Nadie sabe adónde, pero él vuelve. Se supone que a la madriguera de la que salió, pero su color es el que le descubre, incluso en la oscura noche. Como cualquier hijo de coneja, sabe que no está solo, que son muchos los que le rodean y también los que, como él, salen a ver si hay suerte y encuentran algo para sobrevivir. De natural, se mantiene agazapado, dando impresión de inteligencia, pero es puro artificio. Como buen conejo, y además rosa, no ignora que la estupidez tiene tantos hijos que sólo es cuestión de paciencia el que se destrocen entre ellos.

Los de su facción, los de la rosa, siguen al conejito como los ratones al flautista de Hamelin, esperando que, con su música, les traiga paz y bienestar. Pero, eso está por ver. El conejito nunca dice nada nuevo o lo enreda tanto que uno no sabe a ciencia cierta si se define como «rosa» o como «morado», pero a él le da igual mientras pueda disfrutar dando vueltas y vueltas. Lo que está claro es que los colores no son lo suyo. Vive en una isla con su cochecito y, cuando se cansa, coge un pequeño jet y mira desde lo alto la evolución de la hermandad. Y lo que le sorprende es que ninguno, absolutamente ninguno, mira hacia arriba, obsesionados como están por olisquear todo lo que les sale al paso.

Por desgracia, olvida con demasiada frecuencia que en el mundo animal hay mucha variedad, que no sólo están los conejos deambulando por la naturaleza. Y que, si le siguen, no siempre son sus hermanos los que lo hacen, puesto que también hay otras especies, incluso mayoritarias, que no se miran de continuo el ombligo y que, por suerte para ellas, otean el horizonte. Este horizonte que nuestro particular conejito contempla rosa, de tanto mirarse en el espejo, puede que un día se vuelva de otro color, incluso negro, y buscará ayuda para que vuelva a ser el mismo de siempre. Y quizás sea tarde, porque ninguno de los conejos, ni tan siquiera él, haya sido capaz de levantar la cabeza del suelo y ver la realidad tal cual es. Mientras tanto, nuestro conejito oye el alegre rumiar de la hermandad, distraído en la rueda de pensar, la misma que le hace volver y volver a no se sabe dónde. Y así sigue el mundo, esperando a que un conejo salga de la chistera. 

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