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Myriam Z. Albéniz

Desde la sala

Myriam Z. Albéniz

El propósito anual más rentable de todos

El mes de diciembre exhaló hace apenas dos semanas el último aliento, no sin antes ceder el testigo a su eterno sucesor, de modo que enero se ha iniciado más que nunca sin piedad, pues la famosa cuesta a la que da nombre parece más alpina que pirenaica, sobre todo en lo relativo al espectro sanitario. El hecho cierto es que, pese a que la pandemia no cesa, se insiste en aprovechar el cambio de calendario para formular con la mejor intención el enésimo listado de propósitos. Ahora queda lo más difícil: cumplirlos. Idénticos objetivos se repiten año tras año avalando lo recurrente de las aspiraciones, auténticas odas a la ausencia de originalidad: adelgazar y dejar de fumar. Tampoco faltan quienes, para no variar, pretenden elevar de una vez por todas su nivel de Inglés.

No obstante, y en un alarde de rupturismo digno de todo elogio, figuran cada vez más candidaturas a invertir tiempo y dinero, no en culturismo, sino en cultura, trazándose como meta la lectura de libros y la asistencia a exposiciones, proyecciones y eventos artísticos de toda índole. Y es que, si para perder peso se recomienda adoptar una serie de medidas fruto del más puro sentido común (básicamente, comer menos y hacer más ejercicio), no parece descabellado que, para poner en forma el cerebro y apaciguar el espíritu, se deba cumplir también un protocolo cuya primera medida consista en prescindir de la televisión y de los aparatos electrónicos –incompatibles a todas luces con una adecuada higiene mental– o, al menos, en reducir notablemente su uso y consumo.

Llegada a este punto, he de confesar que nunca le he dedicado demasiada atención a la pequeña pantalla, entre otras cosas porque lo mío siempre ha sido el cine, pero de un tiempo a esta parte, y máxime ante el monotema coronavírico, prácticamente ni me asomo a ella. Me cuesta lo indecible hallar una emisión que merezca la pena, a pesar de que las cadenas privadas y públicas que pugnan por atraer la atención de los millones de telespectadores se cuenten por docenas. Para colmo, y por si no gozaba de suficientes argumentos para repudiar la caja tonta, durante el reciente período vacacional he vuelto a constatar la permanencia de espacios dedicados a la televenta y a los gabinetes de videncia, como si la lectura del tarot o los milagrosos efectos de la baba de caracol fueran los antídotos perfectos contra las crisis que nos asolan. 

El mando a distancia abre las puertas a mundos desconocidos habitados por plantillas que hacen crecer cinco centímetros, audífonos que permiten distinguir el sonido de un alfiler cuando choca contra el suelo, fajas vibradoras que, con apenas cinco minutos diarios de uso, ayudan a reducir dos tallas el perímetro corporal, y ungüentos pegajosos susceptibles de esclerosar las varices a domicilio. A ellos se unen también otros universos inquietantes frecuentados por seres de aspecto dudoso, vestuario alternativo y peinado irreproducible que, agraciados con el rentable don de la adivinación, acarician bolas de cristal entornando los ojos mientras vislumbran, si no el futuro del incauto de turno, sí los ingresos estratosféricos que les está reportando su conmovedora ingenuidad. Entre tallas de vírgenes y estampas de santos diseminadas sobre tapetes astrales, proceden a mostrar a cámara las cartas de La Muerte, El Ermitaño o La Emperatriz para, cientos de euros más tarde, facilitar a sus llorosos interlocutores el supuesto remedio a sus males. Y así, entre fraudes y estafas, estos traficantes de esperanzas van engordando sus cuentas corrientes a costa de la desgracia ajena hasta que, si las denuncias prosperan, van a dar con sus huesos en la trena. Desde luego, ante tamaña perspectiva, lanzarse en brazos de la cultura se erige como la alternativa ideal. Porque, lo mismo que procuramos evitar la comida basura, hemos de afanarnos en seleccionar lo que queremos ver, leer y escuchar. Tal vez sea el propósito anual más rentable de todos.

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