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José Carlos Llop

En pocas palabras

José Carlos Llop

De Djokovic a Sorrentino

La civilización es una compleja arquitectura que se sostiene sobre una malla viva hecha de pensamientos, palabras, ideas y afectos. Esta malla -más compleja aún que el entramado que sostiene- crece, se tupe, ensancha o disminuye según las circunstancias: su vida depende de su riqueza, no sólo económica, que también, sino del discurso que crea. Cuando su discurso flaquea, mal asunto: su debilidad quiere decir que se están produciendo vacíos peligrosos en la malla. Sí: la civilización está hecha de lenguaje -como el amor y la relación entre las personas- y su deterioro -monotonía, repetición, ahogo…- suele ser letal.

Llevamos más de año y medio con un discurso monolítico, aburrido y obsesivo estructurando nuestra sociedad: las consecuencias del coronavirus: sanitarias, gubernamentales, sociales, familiares y personales. Las medidas frente a la peste todo lo abarcan y todo lo asedian y asfixian. Parece que nadie sabe hablar de otra cosa y que no hay intención de que hablemos de otra cosa. Mientras tanto, la malla que nos impide caer sigue deshaciéndose: no hay pensamiento ni palabras que la cosan. Pero la física nos dice que cuando se producen vacíos hay cuerpos que tienden a llenarlos. No sabemos quién va a ir llenando los rotos de esa malla, pero buenas intenciones no tendrá: repasen la Historia. Cuando cualquier civilización decae, sólo aparece -con ímpetu también letal- la barbarie.

Esta semana, a la obsesión de siempre se ha sumado el caso Djokovic, por llamarle algo, como nuevo síntoma de lo que estamos padeciendo y no me refiero a la pandemia. Y anda: todo el mundo a opinar si debe ser expulsado de Australia y no participar en el torneo de tenis, si debe vacunarse, si es partidario de métodos naturales, o si calza un cuarenta y cuatro de pie… En fin: una sandez tras otra como si eso fuera asunto determinante en nuestras vidas. ¿Qué puñetas nos importa Djokovic salvo en una pista de tenis y sólo si juega contra Nadal? ¿Por qué hemos de hablar de Djokovic y juzgarlo públicamente -en contra o a favor, tanto da- como si fuéramos un tribunal popular durante la revolución francesa? ¿Nadie ve que nos estamos volviendo locos con tanta ceguera? Y en paralelo la malla va desgastándose, agujereándose, deshilachándose y ya hay bastantes edificios que se tambalean. Que nadie se preocupe y todos a hablar de medidas sanitarias, vacunados y no vacunados, irresponsabilidad y conspiranoias, que cuando el suyo -sí, el suyo, ahí donde vive- se derrumbe y sea demasiado tarde, tal vez se dé usted cuenta de la trampa en la que habitaba. En la que habitamos ahora y no es por culpa de la pandemia sino de la naturaleza humana cuando la vida se tensa y crispa. No cambiamos.

2. Y ya que estamos, voy a hacer de Boyero, que es un crítico cinematográfico que basa su discurso en el ‘me ha gustado’ o ‘no me ha gustado nada’, como quien dice ‘me cae bien’ o ‘me cae fatal’. He visto Fue la mano de Dios, la última película de Paolo Sorrentino y no me ha gustado nada. Es más: como no me ha gustado nada, la considero una mala película (he dicho que haría de Boyero). A mí, Sorrentino -y sigo- me cae la mar de bien. Lo descubrí gracias a mi amigo Carlos Roig en Il divo, una película sobre Andreotti, que me gustó mucho. Después me fascinó La gran belleza y encontré que Youth era, además de un impecable adiós a la vida (me sobró la colección de personajes fellinianos en la ladera de la montaña), una película redonda sobre la relación entre la creación artística y la impotencia de la vejez.

Los alemanes inventaron el término Bildungsroman para referirse a las novelas de formación o aprendizaje. Son novelas que tratan de esa estación de paso que es la adolescencia, de la conciencia de la diferencia y de cómo esa diferencia es la que conduce a su protagonista hacia el arte, la música o la literatura como formas de encaje, sin encajar nunca del todo -su naturaleza se lo impide-, en el mundo. En Fue la mano de Dios, Sorrentino intenta una Bildungsroman cinematográfica -como Fellini en Amarcord-, pero se queda corto y no llega. Posee todos los elementos -la ciudad (maravillosa Nápoles), la familia, el descubrimiento del sexo, la soledad, la rareza…- pero la impresión es que no ha sabido qué hacer con ellos. Sólo en una frase encontramos la fuerza habitual en él y la explosión de esa edad y sus hallazgos: ‘¿Tienes una historia que contar o eres tan idiota como los demás? Pues cuéntala’. Esta en concreto no ha sabido contarla. Aunque también es verdad que tendemos a ser injustos con aquéllos cuya obra nos gusta mucho, cuando cometen una obra fallida. He dicho cometer, sí, porque para sus seguidores ese fallo es un pecado. ¿Es el mismo el realizador de La Gran Belleza, o El Divo, o Juventud, que el de Fue la mano de Dios, tan plagada de lugares comunes y sin apenas destellos? No lo parece, pero sí lo es y al mismo tiempo, no. ¿Esto es el misterio del arte o el misterio del artista? Escojan ustedes, pero no se perderán mucho si no ven Fue la mano de Dios, película que parece hecha por un imitador de Sorrentino, no por él. Manierismo, se le llama a eso.

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