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Reflexión

Los días grises

Mi padre nos llevó una vez de viaje a mi hermano mayor y a mí (teníamos cuatro y tres años), mientras quedaban en casa con mi madre los pequeños (uno de un año y el otro con apenas unos meses). Lo que debió insistir aquella inmensa y para mí desconocida familia en Murcia para que llevara aunque fuera alguna muestra de sus hijos. Como para comprobar que éramos ciertos.

Fue la única vez que viajamos con él, y de hecho, fue también su último viaje a su tierra natal. Qué caramba ¡la última vez que salió de Ibiza! Salvo una ineludible visita al médico en Mallorca cuando enfermó del corazón. La única vez que vino mi abuela a quedarse en casa con los cuatro hermanos porque mis padres se iban a algún sitio. Un par de días. Pero al cabo de solo unas horas, volvieron. Ella gritaba y él gritaba más y la abuela nos decía que no pasaba nada, que volviéramos a dormir. La contienda había estallado cuando mi madre intentó que subiera a un avión. Creyó —pobre ilusa— que ya viéndose frente a la puerta de embarque de un aeropuerto diría «venga, va». Pero se negó. Se negó lo mismo que se negaría más adelante a subir a los pasos elevados que cruzan la carretera. Le aterraba abandonar el nivel del suelo. La mañana siguiente a los gritos ya no estaban. Se habían ido en barco.

También aquel viaje a Murcia mi padre nos llevó en barco. Había tal tormenta y el barco se movía tantísimo que mi padre unió dos cinturones y nos ató a la litera para que no nos cayéramos de un salto durante la noche. Cuando llegamos amanecía y al asomarme por primera vez a un ojo de buey y ver todo: mar, cielo y puerto tan grises… recuerdo que pensé que Murcia era un lugar muy feo. Y salvo a mi tía Pilarica lavando la lengua de mi hermano con jabón por decir palabrotas… no recuerdo nada más.

Y más allá de aquel viaje, tampoco guardo muchos recuerdos. Juntos, quiero decir. Sí, hasta más o menos aquellos tres años. Recuerdo cuando aún trabajaba, antes de la baja permanente por el corazón, y volvía de noche de la cocina del hotel y le pedía que me diera un beso. Le recuerdo afeitándose con navaja y brocha, amasando un montón de espuma, y yo mirándolo fascinada desde la puerta del baño y él untándome espuma en la punta de la nariz. Lo recuerdo trayéndome de vuelta a mi dormitorio caminando con un pie puesto sobre cada uno de los suyos, haciéndome sentir un gigante. Pero todo eso… desapareció. A saber si porque crecí, o porque se le fue juntando cada vez más amargura dentro, pero de repente un día ya no me dejó acercarme y con el tiempo, la indiferencia se fue volviendo el más doloroso desprecio hasta convertirlo en una caja que a nadie dejó abrir.

Y hoy me venía una y otra vez la imagen de mi padre con su jersey de pico con coderas, su pantalón de pana y su gorro de punto para proteger aquella calva llena de muescas. Allí, en el suelo, con una espuerta llena de cemento y una espátula, reparando alguna grieta en los caminos de hormigón que rodeaban nuestra casa; canturreando —incluso feliz—, solo porque no era consciente de que podíamos estar mirándolo. Y a saber por qué, maldita sea, siempre alterno inevitablemente esos recuerdos con los que no pude tener, qué sé yo… un padre que me hablara; que me contara cualquier cosa; un padre que me tocara… Que volviera a darme aunque fuera otro beso.

Ya advertía Sabina que «no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió». He tardado unos cien recuerdos y otras tantas lágrimas en mirar al calendario y darme cuenta de que se cumplen siete años de su muerte. Remanentes de penas donde se mezclan las cosas que fueron con las que ya no podrán ser. Y no le culpo. Nada hay que reprocharle porque de todos es sabido: nadie pudo darte lo que no tenía y aunque no lo conocí en absoluto sospecho que la memoria que cargaba debía ser inhabitable. Huérfano, pobre y sordo. Ni siquiera fue a la escuela. Apuesto a que tampoco lo tocaron o lo besaron todo lo que merecía. Quizá ni siquiera tuvo la suerte de que alguien alguna vez le untara con espuma de afeitar la punta de la nariz. O a saber, puede ser que necesite agarrarme a esas cosas porque son las únicas capaces de tapar las grietas de la memoria. Al menos, hasta el próximo mes de enero.

Un enero lo enterramos vestido de irreal traje oscuro, pero cuando se me asoma la memoria a aquel ataúd, en lugar de un rostro impoluto y americana, lo veo con su jersey de pico y cemento que le hace mucha más justicia. Con el sonotone desconectado para que la realidad no estorbe la música que llevaba dentro. Mejor así. Vaya un día de mierda. Frío, viento y lluvia. De no haberlo llevado con los pies por delante, nunca jamás habría salido de casa. Y los charcos acumulándose en las grietas del camino…

Y esto es más o menos todo; el resumen de la vida: de casa al cementerio bajo la tormenta. Perfectamente consciente de que me condenaba a que se me mezclaran, para siempre, los mejores y peores recuerdos… cada vez que vuelvan los días grises.

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