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Joaquín Rábago

Papel vegetal

Joaquín Rábago

Orden internacional basado en reglas

El Gobierno de EEUU no se cansa de repetir la fórmula «orden internacional basado en reglas». Lo hace siempre, por ejemplo, el actual secretario de Estado, Antony Blinken. Pero, ¿quién impone esas reglas si no es, unilateralmente, la superpotencia?

EE UU fija las reglas, que luego el resto del mundo, tanto países como en muchos casos también empresas, debe cumplir si no quiere someterse a sus sanciones directas o «secundarias» del país más poderoso del planeta.

Y lo hace según su particular agenda política mientras elude muchas veces sus obligaciones contractuales con otros países como ocurrió al abandonar, para disgusto de los europeos, el tratado nuclear con Irán.

EE UU recurre a ese término cuando plantea exigencias a los demás o para justificar sus intervenciones militares ilegales contra gobiernos que no son de su agrado como ocurrió en Irak o Libia.

Al menos en teoría, el orden internacional es un compromiso compartido por todos los países de actuar siempre según reglas comúnmente acordadas y que evolucionan con el tiempo.

Pero ese orden exige confianza en un árbitro por encima de toda sospecha como es, o al menos debería ser la ONU, y no admite dobles raseros, como ocurre sobre todo, aunque no exclusivamente con EE UU.

Estados Unidos, «nación indispensable» en palabras de la ex secretaria de Estado Madeleine Albright, pretende ser siempre «una fuerza para el bien» cuando lo que intenta es legitimar la continuación del «unilateralismo».

Lo que EE UU llama «orden internacional basado en reglas» es en el fondo un ejercicio de poder imperial en un mundo que ha dejado de ser unipolar como lo fue unos años tras la disolución de la Unión Soviética.

Un ejercicio que trata de suplantar al derecho internacional, es decir el compendio de reglas y tratados negociados y firmados multilateralmente bajo el paraguas de la Carta de las Naciones Unidas y sus agencias.

¿Cómo no calificar de «hipocresía» el hecho de que EE UU exija el cumplimiento de las normas internacionales a los demás mientras se niega a firmar o ratificar acuerdos de enorme trascendencia?

La lista es muy larga. Mencionaré, por ejemplo, el llamado estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional (CPI), que si bien se firmó el último día de la presidencia de Bill Clinton, no llegó a tener efecto pues su sucesor, George W. Bush, suspendió la firma y dijo que no iba a cumplirlo.

EE UU lanzó entonces una campaña global para conseguir la inmunidad ante la jurisdicción de la CPI y firmó acuerdos bilaterales con diversos países para proteger a los ciudadanos norteamericanos de sus eventuales enjuiciamientos por ese tribunal.

Al igual que Sudán del Sur y Somalia, EE UU no ha querido tampoco ratificar la Convención Internacional sobre los Derechos del Niño, adoptado por la ONU en 1989, ni el Protocolo de la Convención sobre la eliminación de todas formas de discriminación contra la mujer.

También ha rechazado el Pacto Internacional sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales o la Convención Internacional sobre los Derechos de los Trabajadores Migrantes y sus Familiares.

No ha firmado tampoco Washington la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar ni la relativa a la Prevención de la Carrera de Armamentos del Espacio Exterior.

Y en la Organización Mundial del Comercio, cuyas actividades este columnista cubrió en sus años de corresponsal en Ginebra, EE UU ha desactivado el mecanismo de solución de disputas por no gustarle sus decisiones.

Sin olvidar que el presidente Donald Trump, que podría volver pronto a la Casa Blanca, sacó a su país de la Unesco, de la Organización Mundial de la Salud y del acuerdo nuclear con Irán, así como del de París contra el Cambio Climático, y de varios tratados de control de armas con Rusia.

En el colmo del cinismo político, EE UU pretende responsabilizar muchas veces a otros países de violar acuerdos internacionales que ese Gobierno no ha ratificado. ¿Es éste el «orden internacional basado en reglas» del que nos hablan?

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