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Juan Francisco Martín del Castillo

Los consentidos

Asistir durante este mes al caso Djokovic es comprobar, casi de manera inmediata, cómo ha triunfado el niño quejica, el sobreprotegido, el amargavidas de turno, como también se le suele calificar, por encima de la buena educación. Un fenómeno que, no por conocido, deja de sorprender cuando el protagonista ya es un adulto con toda la barba. Sin embargo, en este nuevo episodio, en el que se nos presenta sin ambages ni subterfugios la personalidad del tenista, el ser humano que hay detrás del deportista de élite, hay algunos detalles que merecen ser analizados en su íntegra dimensión. En primer lugar, el consentido se hace, no nace por ciencia infusa, como se pudiera pensar atolondradamente. Este individuo desgalichado, que hace que las pistas sean un escenario teatral, ha llevado igual histrionismo a cuantas esferas de lo humano se le ocurren. Por supuesto, aquí ha sido un espectacular berrinche por no acatar las reglas sanitarias, unas medidas que van en bien de la comunidad, pero que, para él, ponen en serio aprieto su propia libertad. Precisamente, los consentidos confunden y pervierten el valor de lo que convierte al hombre en grande, creyendo que, sin la preceptiva asunción de la cuota de responsabilidad en lo que se determina y hace, es posible definirse como libre.

Hay un segundo aspecto que atrae su parte de atención. Cómo no, el consentido busca el aplauso general, una manera de garantizarse el premio social a una conducta irresponsable y falta de tacto con el resto de la gente. Esto parece incontestable, pero los primeros en bailarle el agua han sido los miembros de su familia, los que le rodean y jalean. En un momento del affaire australiano, emergió en la televisión del país austral la madre del sujeto, que, en lugar de buscar la concordia y la sensatez, en fin, lo que se espera de cualquier progenitor, sea quien sea el vástago, presumió de la desfachatez del retoño, además de ponderar las cualidades deportivas del joven, algo que nadie ponía en duda, aunque la mujer lo entendiera así. Y esto, y ya me estaba faltando tiempo para reconocerlo, es la prueba evidente de que el hombre-niño, el consentido social, lo es por el influjo de los padres, que no supieron, o tal vez no quisieron, poner los necesarios límites al que fuera adolescente por no causarle un hipotético trauma en el desarrollo de la personalidad. Y lo peor no es que Djokovic se conduzca como un impertinente ególatra, sino que aquella personalidad, que tanto se intentaba proteger, ha venido a parar en un desafío antisocial. Nada más había que escuchar a los televidentes entrevistados sobre el particular, incluso fuera de la misma Australia, advirtiendo de la deriva a la que lleva la exacerbación del paternalismo y la confusión entre lo que uno quiere y lo que la sociedad demanda y exige de la persona.

Un tercer aspecto de la problemática del Open de Australia y el enviscado carácter del serbio es la educación, es decir, la que en su momento recibió y de la que ahora apreciamos los nefastos resultados. Quién sabe si el hiperproteccionismo del que disfrutó no tuvo únicamente su origen en el regazo materno, quién sabe si la escolaridad con la que contó en su adolescencia no tuvo también una parte de responsabilidad en la construcción del hombre que es hoy. Las instituciones educativas, en más de una ocasión, en vez de alertar y frenar el fenómeno, lo incentivan, especialmente las consideradas más progres y avanzadas. En definitiva, me cuesta pensar que este individuo pagado de sí mismo, por muy número uno que sea actualmente del tenis mundial, exhiba una conducta irresponsable por arte de magia. Como le decía el simpático Oshidori a don Sergio, en la comedia Usted tiene ojos de mujer fatal: «En cuanto a mi opinión personal, es que el señor vive demasiado bien para ser feliz». Esto es lo que le acontece al desencantado y consentido Djokovic.

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