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Ramón Punset

Observatorio

Ramón Punset

Los políticos y la pederastia eclesial

Los políticos y la pederastia eclesial La Provincia

Como resulta bien sabido, los seres humanos nos regimos por distintos códigos normativos (jurídicos, sociales y éticos), de diferente ambición vital y potencial de coerción. En sociedades altamente civilizadas como la nuestra, se distingue claramente entre moral y derecho: por ejemplo, el aborto puede ser al mismo tiempo penalmente lícito y moralmente reprobable, según las convicciones éticas de cada cual. Las sanciones penales o administrativas de las conductas desviadas por parte del Estado liberal-democrático constituyen el mínimo indispensable para preservar una convivencia libre, ordenada y pacífica. Si en nuestras relaciones con los demás nos atenemos únicamente a ese mínimo, podemos, no obstante, ser objeto de reproche social por contradecir las convicciones comunitarias más arraigadas en el ámbito histórico-cultural en que vivimos: tal sucede con el coste personal que puede suponer a veces un ejercicio jurídicamente lícito de la libertad de expresión (así, al defender la adopción de menores por parejas no convencionales, la permisión de los llamados vientres de alquiler, una acogida más generosa de la emigración, la ampliación de los supuestos de percepción de pensiones no contributivas, el rechazo del llamado lenguaje inclusivo, una regulación desacomplejada del derecho de huelga y del respeto efectivo a los servicios esenciales de la comunidad, la dotación de letra al himno nacional, etc.). Ejercer los derechos requiere ocasionalmente, en efecto, poseer un determinado nivel de valor cívico.

Ahora bien, quien aspira a una vida de mayor fuste moral puede adscribirse a reglas de muy superior exigencia. Tal sucede con la ética religiosa (o pararreligiosa, es decir, fuertemente ideológica), la cual impone objetivos de más alta perfección individual. Cuando alguien, un cura, un fraile o una monja, acepta tales reglas, que además defiende, enseña y propaga, pero las vulnera gravísimamente, como sucede con los abusos sexuales a menores, se hace rotundamente indigno de la alta misión que voluntariamente asumió. Ello constituye, sin duda, un fracaso vocacional trágico, merecedor además de censura penal. Que una persona así pueda continuar desempeñando sus funciones por complicidad, tolerancia o encubrimiento de sus colegas o superiores resulta escandalosamente inaceptable. Cuando, en fin, semejante conducta tiene lugar hasta el punto de afectar, por su reiteración, duración y extensión, a la credibilidad de la propia Iglesia en la transmisión del mensaje evangélico, está claro que no valen paños calientes.

Comparto la preocupación de quienes no ven en la Conferencia Episcopal (CE) española el celo requerido por el Papa Francisco en la persecución implacable de unos comportamientos que merecieron de Jesús de Nazaret la condena más dura que registran los Evangelios sobre los que escandalizan a los niños.

Por supuesto, estos dolorosos y vergonzosos hechos, con el destrozo permanente de la vida de tantas víctimas, deben ser objeto de investigación criminal. Pero esta a veces llega tarde, tras la prescripción de los delitos, o no recibe el material probatorio necesario a causa de reiteradas prácticas de intimidación, ocultación y silencio. Cierto es –y así se aduce lamentablemente por quienes, como acaba de declarar el Secretario de la CE, consideran exagerada la focalización del problema en los miembros del estamento eclesial– que este tipo de abusos se cometen en otros muchos ámbitos: el de los entrenadores deportivos (véase el caso de Simone Biles, por ejemplo), el de las propias familias (¡hay hasta abuelos que violan a sus nietas!), el de la enseñanza laica y el de otras confesiones religiosas. Según Monseñor Argüello, los casos de pederastia en la Iglesia «representan un porcentaje pequeño en la relación con la problemática general», lo que viene a parecerse al «y tú más» de los rifirrafes parlamentarios a cuenta de la corrupción política. ¡Que un obispo se escude en eso...!

Pues bien, el papel de fiscales y jueces está claro en la lucha contra estas destructivas conductas. ¿Tiene algo que hacer al respecto el Parlamento? Las Cortes y el Gobierno (y aquí hay que incluir también a las comunidades autónomas) pueden adoptar y ejecutar leyes que regulen los protocolos de actuación dentro de los centros de enseñanza para prevenir y corregir estos supuestos de hecho. Crear una comisión parlamentaria de investigación, en cambio, no me parece la mejor solución; y menos si sus promotores son únicamente la extrema izquierda y los independentistas catalanes y vascos. Ello daría alas a los sectores más pétreos del Episcopado, que denunciarían una persecución contra la Iglesia. Aquí no se trata de acojonar a obispos, sino de estudiar en profundidad un problema que persiste generación tras generación y que puede afectar a nuestros hijos y nietos. Ese estudio sereno, imparcial y clarificador no se debe contaminar por el sectarismo político. Hágase, como en otros países, una Comisión de la Verdad sobre los abusos a menores en la enseñanza, el deporte y la familia. Y hágase desde la sociedad, no desde el Estado.

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