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Punto de vista

Pensar en la guerra

La paz es una excepción a la que nos hemos acostumbrado. Mi generación gritó no a la guerra, pero a guerras que ocurrían a miles de kilómetros de casa y que observábamos con indignación, aunque con cierta distancia. Tras tantos años sin padecer conflictos bélicos en nuestro territorio -aunque sí a sus puertas-, los occidentales nos convencimos de que la barbarie solo podía tener lugar más allá de nuestras fronteras. Quisimos pensar que el fin de la guerra como la conocíamos había llegado. El ataque de Putin a Ucrania puede cambiarlo todo.

El psicólogo Steven Pinker lleva años defendiendo la tesis de que las sociedades occidentales son cada vez menos violentas. Es verdad que las cifras de caídos en las guerras han descendido y que los actos violentos en nuestro entorno han retrocedido. Sin embargo, las guerras no solo siguen existiendo, sino que nuestros avances tecnológicos las han hecho más mortíferas que nunca. Hoy se estima que hay al menos nueve países con armamento nuclear y uno de ellos es Rusia.

Sin embargo, y a pesar del horror que supone la guerra, los conflictos siempre han existido y han moldeado las sociedades en las que vivimos. La historiadora Margaret MacMillan lo explica en su último libro, La guerra: cómo nos han marcado los conflictos (Turner, 2021), un erudito ensayo en el que repasa la historia de las contiendas, que es, en gran parte, la historia de la humanidad. Las guerras incentivaron la organización de las sociedades; a las guerras les debemos el triaje o el impulso a la penicilina; el arte no ha dejado de nutrirse de la violencia y de los conflictos; y de las guerras conservamos un extenso vocabulario que va mucho más allá de las expresiones que hemos recuperado con la pandemia de coronavirus. ¿Nuestras sociedades serían las que son hoy sin todos los conflictos que hemos protagonizado?

Asumir que existe un vínculo irrompible entre el ser humano y la guerra parece antinatural. No sabemos cómo habría evolucionado la humanidad sin conflictos, pero sí podemos descubrir cómo estos han cambiado nuestras sociedades. MacMillan lo hace de una forma brillante, despojada de ideología, con la única obsesión de comprender por qué hacemos la guerra, por qué matamos, por qué estamos dispuestos a dar nuestra vida por una creencia, un país, un agravio.

No sé si yo habría sido capaz de entender su esfuerzo por explicar la guerra cuando en mi segundo año de carrera salí a la calle a exigir que España no se sumara a la intervención ilegal en Irak. Hoy me parece un empeño admirable que alguien haga el ejercicio de explicar, de forma didáctica, nuestra relación con los conflictos, porque cada vez ponemos menos voluntad en entender.

Acercarse a la verdad implica aceptar hechos que no nos gustan, que preferiríamos que no hubieran ocurrido. Para refugiarnos, hemos hecho equivalentes los verbos comprender y justificar, y en esa transición nos hemos vuelto más ignorantes. Pero MacMillan tiene razón: «Con armas nuevas y terroríficas, la importancia cada vez mayor de la inteligencia artificial, las máquinas de matar automatizadas y la ciberguerra, nos enfrentamos a la posibilidad del fin mismo de la humanidad. No es el momento de apartar la mirada de algo que puede parecernos abominable. Hoy, más que nunca, tenemos que pensar en la guerra».

Me gustaría volver a salir a la calle a gritar «no a la guerra», pero ya no tengo 20 años y no sé a quién dirigiría hoy mis reivindicaciones. Eso de que dos no hacen la guerra si uno no quiere no es cierto: que estalle una contienda no depende de que solo una de las partes se oponga. Putin nos lo ha vuelto a recordar. No sé si esto es madurar, pero asumirlo es terrorífico.

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