Suena el teléfono. Son las seis de la mañana. Es Irina. Hace tiempo que no sabemos de ella directamente, sí por la familia con la que estaba aquellos veranos en Valencia. Casi no sabemos nada desde que ella y Sergiy dejaron de venir. En las últimas semanas Elena ha movido hilos para contactar con ellos y con Alona. Les ha dicho que se vengan. A mí me parecía una exageración, pero una vez más me he vuelto a equivocar. Irina lo confirma esta mañana casi desde los sueños. Hay guerra.

Sergiy era 'Sirosa', el diminutivo como lo conocían en casa, el que Irina utilizaba con él y el que empezamos a usar todos. Moreno, delgado, muy activo y con una sonrisa de niño, con todo lo bueno que eso implica: llena de inocencia y alegría pura. Como muchos niños, al menos los de antes, sus juguetes preferidos eran las armas y los coches de carreras (’de corriendo’, como decía cuando aún le costaba con el español). Eran huérfanos criados por su abuela. Sergiy e Irina eran dos niños más obligados a crecer rápido en un entorno que no se lo ponía fácil. Ella se casó y fue madre casi siendo una niña. Queríamos pensar que aquellos veranos eran un oasis, aunque a veces uno pensaba que los estaba apartando de una vida menos cómoda pero real y que tenían que soportar también aquí a otra familia extraña y con sus manías propias.

Hace unos años nos llegó vía Irina una foto de Sergiy. Era ya un joven robusto. Y el uniforme y las armas que llevaba ya no eran de juguete. Estaba en el ejército, una salida propicia en su país a partir de 2014 y la invasión de Crimea, que dejó patente la insignificancia bélica de Ucrania.

Suena el teléfono. Son las seis de la mañana. Es Irina. Le cuenta a Elena que están donde siempre, cerca de la frontera bielorrusa, en la zona de Chernóbil, y que han empezado a oír los sonidos de la guerra. No es una película. No sabe nada de Sergiy. Solo quieren huir. Pide ayuda. Ella y su marido tienen pasaporte, pero los niños, no. No sabe qué hacer. No sabe cómo están los aeropuertos. Elena le dice que lo único que se le ocurre es intentar sacar a los críos a través de la asociación que trae niños de Ucrania cada verano. La llamada se corta. Vuelve al poco la conexión. Está nerviosa, no sabe qué hacer. La gente está huyendo en estampida. Creen que el campo es más seguro. Seguiremos en contacto.

Las horas han pasado. No hay noticias de 'Sirosa'. Lo último es que no lo habían movilizado aún donde estaba, en la defensa de una central nuclear. Cae la noche y da miedo, dice Irina. Han optado por quedarse en el campo con la abuela. Allí no hay nada estratégico cerca, cuenta, y los disparos se oyen a distancia. Hace más de un día que no duerme y le duele muchísimo la cabeza.

No tengo conocimientos suficientes de geopolítica para soltar un análisis sesudo . No creo que sirva de mucho tampoco tanto derrame de teoría. Putin ha demostrado que un sátrapa suele actuar como un sátrapa, aunque sea ruso y cargue sobre sus espaldas por ello el legado del viejo comunismo. Sé que estamos viendo la consecuencia de esos nuevos nacionalismos populistas y nostálgicos que han germinado en Europa. Esto es lo que sé de la guerra de Ucrania. Mejor dicho, de la invasión militar rusa de Ucrania. Sé de personas. Sé que Rusia, como otros países al Este de Europa, es una democracia fallida. Hoy está más claro que hace una semana. Sé lo que vi hace diez años en Kiev y en el Donbás, pero de eso ya escribí, de resignación y desencanto, de hambre y frío, como el de muchos ciudadanos del otro lado de la frontera. No creo que haya cambiado mucho. Sé (poco) de Irina y Sergiy. Creo que hoy piensan que nadie puede hacer nada por ellos. Que están olvidados a su suerte. Sé que futuro es hoy para ellos una palabra demasiado grande. Sé (creo) que se sienten abandonados. Son Ucrania, sin más. Sin salida, condenados a ser espacio de conflicto y guerra. No sé qué va a pasar, no sé de geopolítica, pero sé de personas que sufren y sufrirán. A uno y otro lado de la frontera, porque, más lentas, llegarán las consecuencias de las represalias económicas sobre Rusia. Siempre llegan. Y esas personas nunca entenderán el porqué.

Me había propuesto hablar de ilusiones, de nuevas etapas, de dejar atrás la pandemia y la desesperanza, de recuperar emociones. Pero parece que a todos nos ha caído la condena de un tiempo negro. A unos más que a otros, eso sí. Solo espero que los culpables paguen. Pero ya dije que estos tiempos me encuentran corto de fe.