El 8-M ha alzado la voz por la igualdad y en homenaje a las mujeres de Ucrania. Muchas de ellas se han visto obligadas a reivindicar su condición sencillamente humana en circunstancias realmente terribles y empuñando un fusil para defenderse de los invasores rusos. Precisamente el derecho a defenderse que les niegan algunas de las mujeres que se atreven a homenajearlas en medio de la más atroz hipocresía. No hace falta que las señale, llevan unos días señaladas. Son las mismas, además, que se compadecen exclusivamente de las ucranianas como si la guerra no afectase a sus maridos, padres, hermanos e hijos, llevándoselos por delante.
La gran movilización de marzo ha acabado convirtiéndose en un auténtico dislate; al mensaje confuso y oportunista se suma en los dos últimos años la brecha abierta entre el feminismo queer de la extrema izquierda y el socialista: los dos gritos que agitan por separado el caos reivindicativo, enfrentados y exigiendo dimisiones. Intentar penetrar en esta maraña de intereses cruzados y sectarios, más allá de los derechos legítimos que asisten a cualquier mujer, significa caer en la misma confusión que imposibilita el funcionamiento eficaz de una reivindicación esencialmente justa.
La vicepresidenta Yolanda Díaz excusó la asistencia a las manifestaciones ya que en esta fecha celebra, parece ser, el cumpleaños de su hija como un deber inexcusable y sagrado de madre. No hace mucho todavía aprovechó estas habituales ausencias para reivindicarse a sí misma asegurando que ya había advertido al Gobierno del que forma parte, en los días previos al 8-M de 2020, del peligro de seguir adelante con las convocatorias por la gravedad de la pandemia. No sé si recuerdan este episodio fugaz de la política nuestra de todos los días que consiste en desdecirse, afearse y contradecirse desde el propio Gobierno, partido en dos protestas como la misma fecha de ayer.
