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Josefina Velasco Rozado

La historia desarmada

La historia desarmada SILVIA ALCOBA

El uso político de la historia, cada vez más frecuente, cobra, cuando de debates identitarios se trata, una distorsión tal que expande por doquier ignorancia. El recurso interesado a la historia impregna todas las ideologías transfiriendo al ayer filias y fobias de hoy y apropiándose cada cual de los nombres que cree más favorables a su ideología en un ejercicio de suprema descontextualización. El periodo histórico más escrutado sin piedad en la Historia de España son los tres siglos de esa Edad Moderna en los que la monarquía hispánica plural, de reinos varios, controlaba buena parte de Europa, financió el «descubrimiento» de un continente y comandó la primera globalización terráquea. Tuvo que gestionar vastísimos territorios muy lejanos, con enemigos pisándole los talones (los barcos) en un tiempo en el que los viajes eran aterradores, las tierras nuevas ignotas con animales exóticos y peligrosos, plantas y cultivos nunca vistos, selvas sin fin, unos ríos que eran mares y gentes que oponían lógica resistencia ante los extraños que venían del mar. Los guerreros armados, subidos en caballos desconocidos allí, fueron considerados dioses o demonios. Los combatieron, pero también hubo quienes se aliaron con ellos para vencer a los vecinos de siempre que les oprimían. El mundo autóctono americano sufrió un cambio de ciclo y los imperios azteca o inca fueron vencidos. Cuando se comprobó que habían llegado a un espacio desconocido los conquistadores se aprestaron a explorar las nuevas y vastas tierras y a hacerse dueños de ellas. Eran guerreros, aventureros, intrépidos personajes en busca de futuro y fortuna que procedían de una península fogueada en la guerra durante siglos de Reconquista.

Ni los conquistadores fueron seres perversos ni los indígenas idílicos moradores del paraíso violado. El choque fue traumático. Enfermedades del viejo mundo (Europa-Asia-África) produjeron en el Nuevo Mundo sufrimiento y muerte sumada a la guerra. Los indios americanos se sintieron abandonados por sus dioses y se desmoralizaron. Por imposición, pero también por elección, abrazaron la religión de los vencedores, encontrando en muchas órdenes religiosas un manto protector. Asumieron sin remedio la lengua del imperio, pero las suyas fueron conocidas, estudiadas, transcritas y recuperadas por los monjes que llegaron. La crueldad y avaricia de encomenderos desalmados generó movimientos de ayuda. Isabel la Católica, patrocinadora del descubrimiento, ordenaba «abstenerse de hacerles ningún daño» y «castigar a los responsables con severidad»; el dominico Antonio de Montesinos (1475-1540), denunció ya en 1511 la explotación de los nativos y Bartolomé de Las Casas (1474-1564), el «apóstol de los indios», escribió el más duro alegato, utilizado por los enemigos de la monarquía, convirtiéndolo en icono de la «leyenda negra». Ninguna de las naciones que comerciaban, fundaban factorías, explotaban territorios y arrebataban riquezas y hombres en otras partes del mundo reaccionaron como Carlos V que en 1542 dictó las «Leyes y ordenanzas nuevamente hechas por su Majestad para la gobernación de las Indias y buen tratamiento y conservación de los indios», conocidas como Leyes Nuevas, que reordenaban la acción en América y pretendían poner coto a los desmanes de los encomenderos. Seguro que fue insuficiente, pero se hizo.

Ahogar los gritos de justicia del presente recurriendo a los atropellos, reales o inventados, del pasado es un recurso simplista propio de dirigentes débiles o ineptos, populistas y dictadores que carecen de valentía e inteligencia para hacer prosperar a los pueblos que gobiernan. En momentos de rabia lo fácil es dirigirla contra los fantasmas pretéritos. El derribo de las estatuas o el linchamiento público de Francisco Pizarro, Fray Junípero Serra, Alvar Núñez Cabeza de Vaca, Pedro Menéndez de Avilés, Pedro Valdivia, Núñez de Balboa o Sebastián de Belalcázar continúa siendo la cruz del imperio, pero la cara es que al derribarlos ensalzan sus hazañas.

La figura más denostada de todas es aún la de Hernán Cortés por la ligereza del actual mandatario mexicano, que igual carga contra las empresas de antes que las de ahora. Hará en diciembre 475 años que moría en España Cortés, y su cadáver por deseo expreso sería llevado a México. Reposan sus restos en la Iglesia de Jesús el Nazareno, casi abandonada, cerca de un hospital que hizo construir y aún funciona. Nadie lo visita. «A tres metros del suelo, se encuentra la placa que señala el lugar donde descansa el conquistador. Es de metal anaranjado. Sólo dice: Hernán Cortés 1485-1547». Su figura será una «herencia incómoda» pero innegable en el discurso de la Historia. «Cortés fue un gran diplomático renacentista, culto, poliédrico y maquiavélico». Con pocos hombres, arrimando a su causa a las tribus oprimidas por los aztecas, logró doblegar un imperio. El año pasado, a medio milenio de la caída de Tenochtitlan, se incentivó (lo escribimos) un antiespañolismo absurdo. Los españoles hoy no son los que acompañaron a Hernán Cortés en sus expediciones y conquistas; ni los mexicanos actuales los luchadores mexicas, forjadores de su imperio, que no eran todos los mexicanos de aquel tiempo. Se arrebató del subsuelo riqueza y hubo expolio y opresión. Pero como parte de un imperio en el que no se ponía el sol, el virreinato de Nueva España brilló con ciudades, universidades e iglesias, siendo además el centro del tráfico comercial entre el Pacífico y el Atlántico. Nació una cultura propia del mestizaje. Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695) es más que una muestra.

Con la independencia de México en 1821 quiso borrarse el mal llamado periodo colonial. Los restos mortales de Cortés fueron escondidos por temor a que los destruyeran. Años después el reencuentro de España y México se hizo realidad. México acogió una intensa emigración hispana y cuidó como nadie a los exiliados republicanos que encontraron allí su segunda patria. En 1946 en la republicana embajada española se supo dónde se ocultaba la urna mortuoria de Hernán Cortés. «Indalecio Prieto, exiliado en México y conocedor por su cargo del enigma, en un conmovedor artículo publicado en la prensa de la época, reveló la centenaria historia secreta y pidió la reconciliación». Desde entonces muchas voces se alzaron en favor de dejar la historia en su sitio y en su tiempo. El mexicano Octavio Paz escribió: «Cortés divide a los mexicanos, envenena las almas y alimenta rencores anacrónicos y absurdos. El odio a Cortés no es odio a España: es odio a nosotros mismos». El maravilloso escritor panameño-mexicano que fue Carlos Fuentes subrayó que de la conquista de México «nacimos todos nosotros, ya no aztecas, ya no españoles, sino indohispanos americanos, mestizos. Somos lo que somos porque Hernán Cortés, para bien y para mal, hizo lo que hizo». Lo de los perdones por la historia y «pausar las relaciones» del mandatario actual es porque como dijo un periodista hace poco: «·l presidente habla una hora casi todos los días y es inevitable que diga tonterías».

A veces la indiferencia o connivencia que desde España se manifiesta a los reproches de agravios históricos parecen demostrar que nos falta un discurso serio sobre la Historia nacional e incluso sobre la misma existencia de nación. Paradójicamente se da una complacencia total por entender las identidades nacionales de otras culturas, incluso antagónicas con nuestros principios democráticos. Pero como sostenía Julián Juderías, el escritor que sintetizó la «leyenda negra»: «Las naciones son como los individuos, de su reputación viven… fuimos un país intolerante y fanático en una época en la que todos los pueblos de Europa eran intolerantes y fanáticos»; no nos flagelemos tanto. Los protagonistas del pasado no tienen por qué caernos bien o mal; no están obligados a cumplir nuestras leyes, ni a tener nuestros principios y valores éticos. Vivieron, lucharon y murieron en otros tiempos y circunstancias, a menudo tan terribles que a cualquiera de nosotros harían temblar.

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