La Provincia - Diario de Las Palmas

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Josefina Velasco Rozado

El calor emocional de la patria

Desde que el pasado 24 de febrero Putin invadiera con mil excusas Ucrania y desplegara con violencia inusual y desigual un ataque de brutalidad inesperada contra un país que lucha por su independencia y su futuro en libertad, los europeos instalados en la comodidad y la complacencia hemos despertado de un sueño y adoptado la bandera ucraniana. Los medios de comunicación, las manifestaciones y las redes sociales se han llenado de los colores del cielo azul y el campo amarillo de los cereales al sol. La solidaridad, la compasión y la indignación se han teñido de azul y amarillo.

Y es que hasta en España, pese a la frialdad y desaprensión hacia nuestro propio símbolo patrio, las banderas importan más de lo que somos capaces de admitir. Entramos en contradicción flagrante, pues, aunque «ni la música militar ni las banderas nos levanten», nosotros las alzamos ante las agresiones, en las guerras, cuando ganamos una contienda deportiva, añoramos un régimen perdido de un tiempo idealizado o sentimos que algo agrede nuestra integridad como pueblo o como colectivo. A la vez, escenificamos el odio al otro quemando la suya, ofensa máxima. En el caso de España, con un himno al que le negamos la letra, la divisa común ha sido objeto de poca devoción por identificarla con un ayer que aún no entendemos que pasó. Apenas conocemos la historia de la enseña nacional y la demonizamos sin más, cuando empezó siendo la que identificaba a los barcos en alta mar ya desde el reinado de Carlos III (1785). Pese a estar estigmatizada por unos y en exceso venerada por otros, cuando un aspirante a algo se siente impelido a usarla, lo hace sin rubor e incluso de forma desmedida, cualquiera que sea su ideología; y cuánto más grande, mejor. Por eso entramos en contradicción. Nunca hubo tantas banderas españolas como cuando se ganó el mundial de fútbol (2010) o ante lo peor de la pandemia reciente; se exhibieron en la cuestión catalana enzarzados los balcones en una «guerra de banderas». Todas las comunidades autónomas, creadas al amparo de la Constitución de 1978, han legislado las propias y las instalan orgullosas en sus organismos oficiales, signo de una población más o menos cohesionada. Casi cada colectivo con implantación nacional e internacional, partido político, sindicato o equipo deportivo tiene su emblema.

Identificamos qué representa, a quiénes o para qué sirven las de la Cruz Roja, la azul con el mapamundi rodeado de dos ramas de olivo (ONU), la otra azulada mar y cielo con las estrellas doradas de cinco puntas (UE), otra vez el azul océano con la rosa de los vientos (OTAN), la de los colores del «arco iris» (colectivo LGTB), la blanca con la paloma de la paz, hasta la negra con la calavera pirata o la temible del estado islámico, y muchas más que traspasan fronteras. Sabemos, por historia, por qué los asaltantes trumpistas del Capitolio de los Estados Unidos portaban la confederada, esclavista y racista; nos posicionamos en el eterno conflicto enquistado de la «cuestión palestina» a través de las dos enseñas en liza; la esvástica inscrita en círculo blanco sobre fondo rojo nos retrotrae al horror nazi; el mismo rojo sangre, tan común, con la hoz y el martillo es suficiente para identificar al comunismo, también del desaparecido bloque soviético. Cierto que reconocemos algunas más de forma inmediata como la francesa ligada a la revolución tan presente en el cuadro de Delacroix de La libertad guiando al pueblo; o la norteamericana, «la más reconocible, amada, odiada, respetada, temida y admirada en el mundo» y su propia gesta de colonos y vaqueros, exhibida en el cine o en las casas de los «americanos corrientes». Forman parte de nuestro espacio cultural y sentimental. Se nos escapan otras de amplios territorios en los que el horror hace mucho campea a sus anchas machacando a seres que ni siquiera tienen ánimo para asirse a un «trapo simbólico» común con el que arroparse (Afganistán, Yemen, Siria, la mitad de África).

Los viejos estandartes reales, señoriales o locales de telas pesadas, bordados o pintados, que servían para distinguir en el campo de batalla a los nuestros de los otros, dejaron paso a las nacionales cuando los lienzos más ligeros (seda o casi hace nada las sintéticas) permitieron que ondearan al viento con soltura y fueran transportadas con agilidad. En el mar o en la contienda bélica marcaron el espacio y el territorio en el que los buques o las tropas se movían. Incluso las de los pueblos sin estado, tratan de «unir a una población en torno a un conjunto de ideales, objetivos, historia y creencias homogéneos, una labor prácticamente imposible». Las más de las veces, en el buen vivir, las apartamos. Pero cuando afloran las pasiones, «cuando la bandera de un enemigo ondea en lo alto, en ese momento el pueblo agredido acude en masa a su propio símbolo». Son recursos identitarios y emocionales recurrentes, que están muy lejos de pasar de moda.

Desecho el núcleo duro de la vieja URSS, que el déspota ruso hoy quiere resucitar, los países que se fueron formando se dotaron de sus banderas. Lituania, Letonia, Estonia y Moldavia, al tiempo de sentenciar el fin del bloque (1991) diseñaron las suyas. Luego siguieron Uzbequistán, Azerbaiyan, Kirguistán, Tayikistán, Kazagistán o Kirguistán junto con atacada Ucrania (1992). Todas buscaron en sus historias respectivas colorido y motivos que sirvieran de identificativo común para el futuro desde un presente recuperado. Rusia enarboló el emblema de los zares recurriendo al siglo XVIII en 1993 y luego hicieron algo parecido Bielorrusia o Georgia. Ahora vemos que los soldados ucranianos, y los que junto a ellos luchan por la libertad de elegir, llevan brazalete bicolor, de azul y amarillo que es esperanza ante la agresión incomprensible, en tanto que los del otro lado izan sobre los puntos conquistados –como la icónica Chernóbil– la bandera tricolor rusa. El mundo que se identifica con los golpeados ucranianos, porque el agresor es, además, por poderío, un abusón, se viste de colores que hace poco no asociaba con el país doliente situado allá en los confines de la Europa ansiada.

Cuentan que en los campos nevados de la gran Rusia los soldados invasores muertos de guerras pasadas yacían bajo la nieve mientras los que huían se llevaban los estandartes para que el botín de guerra no se viera incrementado con el símbolo en paño de la derrota. En este tiempo convulso (aunque todos lo son) dos pueblos con vidas entrecruzadas se ven abocados a una guerra más con más peligro que las de antes para todos, porque nos hemos afanado tanto en crear artilugios para destruirnos que el desmadre puede ser monumental y porque para colmo a la inconsciencia general se suma la locura del tirano de orgullo herido y proyecto megalómano.

No merecen los hombres, invasores obligados ni invadidos inocentes, tan triste final lanzados a enfrentarse por decisión ajena en una contienda sin sentido por tipos a buen recaudo que no saben «ni a quién sirven cuando alzan las banderas». Efectivamente tenía razón el trovador, hoy muchos sentimos que los que amparan el ataque (aunque singularizado) solo son «sicarios del mal… y entre esos tipos y yo hay algo personal». Por eso no se les puede permitir triunfar.

[Símbolos de España. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1999; Tim Marshall. El poder de las banderas. Historia y significado de nuestros símbolos. Barcelona: Península, 2021]

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