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Manuel Ángel Santana Turégano

Socialdemocracias liberales y liberalismos autoritarios

El otro día me sorprendió enterarme de que en la universidad pública en la que trabajo se dan clases de Business Model You: en la persecución de lo que se considera poco menos que el santo grial, la empleabilidad, les enseñamos a los jóvenes que han de aprender a venderse, pues parece que la única manera en que van a poder tener una vida mínimamente digna es vendiendo su fuerza de trabajo, ofreciendo lo que en cada momento pida el mercado, a cambio de lo que en cada momento éste quiera dar. Aunque hace tiempo que la esclavitud se abolió, parece que seguimos asumiendo que la vida humana es una mercancía. Lo que pasa es que ya no se vende al por mayor, lo que se venden son cachitos de vida humana, en forma de horas de trabajo dedicadas a ocupaciones a menudo poco satisfactorias. Pese a lo que nos digan las películas de Hollywood de que «si verdaderamente lo quieres, ningún sueño es imposible» en los relatos que se pueden leer entre líneas cuando hablas con los jóvenes los protagonistas a menudo no son ellos: la vida es algo que les pasa, pues al fin y al cabo parece que les enseñamos más a resignarse a vivir en un mundo que no les gusta que a luchar por construir otro que les pueda gustar.

¿Y qué tiene esto que ver con el liberalismo? El sentido original de ese término se originó en España y de aquí pasó al resto de países occidentales. A principios del siglo XIX, frente a los absolutistas, que defendían a Fernando VII, los liberales eran quienes defendían la Constitución de 1812, y con ello la libertad de las personas para vivir como quisieran, sin injerencias del estado absolutista. En las primeras democracias liberales el voto era censitario, restringido a quienes tenían un determinado patrimonio, lo cual era bastante coherente: sólo ésas personas eran verdaderamente libres, no se veían obligadas a vivir una vida que no habían elegido, vendiendo su fuerza de trabajo para ocupar aquellas ocupaciones que los incipientes mercados de trabajo, creados tras la disolución de los vínculos feudales, empezaban a reclamar. Por eso también puede decirse que, cuando de 1850 a 1950 el sufragio pasa de censitario a universal (incluyendo a las mujeres), en la mayoría de países se crea lo que se dio en llamar el ‘estado del bienestar’: un conjunto de medidas que protegían a las personas frente a las calamidades del destino (sanidad y educación públicas, seguro de desempleo, ayudas para la vivienda, entre otras) y que eran plenamente coherentes con el proyecto político del primer liberalismo: permitir que, en vez de tener que acatar lo que decidieran la corona y la iglesia, cada quien pudiera vivir la vida como mejor le pareciera. Pues, al fin y al cabo, ¿cómo puede decirse que son igual de libres las personas que al nacer tienen garantizadas unas elevadas rentas que quienes han de vender su fuerza de trabajo al mejor postor?

¿Son las sociedades en que el mercado impera a sus anchas más libres? ¿Más naturales? Lo de que «hay que enseñar a los chicos que tienen que saber sacarse partido, venderse bien en el mercado de trabajo y encontrar un buen empleo» no es tan distinto de lo que desde hace mucho dicen las madres y abuelas: hay que enseñar a las chicas que tienen que saber sacarse partido, venderse bien en el mercado matrimonial y encontrarse un buen marido. Sí, es cierto que algunos mecanismos parecidos a algunos que ahora funcionan se daban ya en las sociedades de cazadores recolectoras hace decenas de miles de años: también había que interactuar con el medio para obtener bienes útiles para la vida, también los seres humanos interactuábamos unos con otros para maximizar nuestras posibilidades de reproducción. Pero entonces los minerales, semillas y frutos que se recogían en las estepas africanas o euroasiáticas no acababan generando un beneficio económico para personas que, sin participar en la producción, están a miles de kilómetros, como sucede ahora con el gas, el petróleo, el trigo, el coltán, el cacao o el café. Y aunque es cierto que uno de los primeros libros en lengua castellana hablaba ya de una Celestina, hay una diferencia importante con Tinder: que quien se lucraba al emparejar a dos personas que vivían en el Valle del Tajo no vivía en el Valle de la Silicona, sino, como muy lejos, en Toledo. Antes los trabajos y maridos duraban toda una vida, hoy en día duran lo que duran los cada vez más precarios equilibrios en los ‘mercados’, sean estos laborales o matrimoniales.

No es cierto que en las sociedades en que más a sus anchas imperan los mercados los ciudadanos sean más libres. El mercado y la democracia de mercado no son naturales: son producto de una construcción social, frutos de una historia. Ahora que los medios generalistas tienden a presentarnos la guerra en Ucrania en términos maniqueos, como una lucha entre comunismo y capitalismo, entre tiranía y libertad, conviene recordar la historia de cómo hemos llegado hasta aquí. Rusia es un país que fue comunista, hace ya treinta años. Pero la mayoría de los soldados rusos que ahora luchan han vivido la mayoría de su vida en un régimen que podría calificarse de ‘liberalismo autoritario’. Y los refugiados ucranianos, que en cuanto llegan en masa a la Unión Europea reclaman ayudas propias de un estado de bienestar, parece que lo que desean es ser admitidos en una ‘socialdemocracia liberal’. Para entender estas cosas hace falta que las universidades hagan algo más que enseñar a nuestros chicos a venderse en el mercado. Y es que si les enseñamos a pensar por sí mismos serán más libres. Claro que quizá eso no sea bueno para los mercados, que no los podrán manipular tan fácilmente. Justamente eso es lo que, en otros sitios, llaman ‘educación liberal’.

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