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Ánxel Vence

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Arte y ciencia de las comisiones

Dos comisionistas, de entre los tropecientos mil existentes en España, andan embargados y no de emoción por adjudicarse –presuntamente– unos cuantos millones de euros como intermediarios en la compra de mascarillas. Ya ni de una buena comisión le dejan vivir a uno en este país de rentistas que disfruta fama, acaso injusta, de ser poco amigo del trabajo y de la creación de empresas.

De entre todos los que obtuvieron primas durante los angustiosos primeros meses de la pandemia, han alcanzado notoriedad, por ahora, los dos antecitados. No es tan raro. Algo les habrá ayudado a hacerse populares la exhibición de un gran número de «signos externos de riqueza», por decirlo en la antigua jerga fiscal del franquismo. Alguno de ellos procede de familia de linaje antiguo, pero todo sugiere que lo que ha llamado la atención del fiscal fue el hecho de que se gastasen rápidamente la comisión en coches de alta cilindrada, barcos de recreo, pisos y relojes de lujo. Son hábitos y urgencias más propios de individuos arribados desde la parte baja de la escala social, pero ahí se conoce que la apetencia de dinero iguala al noble y al villano, según hizo notar Quevedo en cierto famoso soneto.

La clave de estos singulares comportamientos, legales o no, pudiera residir en la figura del rentista, especie típicamente española que huye del trabajo como de la peste. El comisionista, variante de urgencia del rentista de toda la vida, prolifera especialmente en los alrededores de la Administración, zona difusa donde no es infrecuente el brote de porcentajes por arte de birlibirloque.

Nada de lo que extrañarse en un país como éste, que abomina del trabajo y de la producción sobre los que fundan por lo general su prosperidad las naciones del norte y centro de Europa. Tales países gozan prestigio de estar entre los más aventajados del mundo, así en la economía como en la educación y los servicios sociales. Igual es esa la razón por la que reputan de haraganes a sus colegas del sur del continente cada vez que Grecia o España pían por algún auxilio de la UE.

A diferencia de esas sociedades de cultura luterana que basan su economía en el trabajo y la facturación de productos industriales, tecnología y servicios, España optó por edificar –literalmente– su prosperidad sobre la inestable peana del ladrillo. Especular con las casas era un placer y una excelente alternativa al curro hasta que el castillo en el aire se vino abajo con las consecuencias de todos conocidas. Ahora parece que volvemos a las andadas.

Mejor aún que las rentas del hormigón son, por supuesto, las de las comisiones. La pandemia y las escaseces causadas por la guerra han ensanchado notablemente las posibilidades de ese nicho de mercado, a juzgar por los recientes sucesos que han llamado la atención de la Justicia.

Es la hora de los comisionistas, que solo pretenden hacerse ricos (o más ricos aún) sin doblar el lomo ni romperse la cabeza para idear algún producto que satisfaga al consumidor. Y hasta puede que lo suyo sea legal en no pocos casos, por más que enfade a los currantes –que también los hay– una tan rápida y fácil forma de hacer dinero.

Como el tuerto en el reino de los ciegos, en el país de los rentistas el comisionista es el rey. A eso deben de referirse los que hablan de la economía real, para diferenciarla de la ficticia.

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