El mundo es un lugar extraño, los seres humanos somos criaturas raras. Nos imitamos entre nosotros porque en ocasiones nos tememos. Los ojos de águila, la risita en la esquina de la boca. ¿Viste lo que lleva esa chica puesto? No te gires, no te gires. Chacha, no seas cantosa. Si algo nos entristece rompemos a llorar, pero también nos lagrimean los ojos cuando somos muy felices o cuando sentimos vergüenza. Las lágrimas de pena y las de alegría tienen la misma composición, me hace gracia. ¿No tendrían que ser diferentes? De bebés enloquecemos de dolor cuando nos salen los dientes y a los pocos años los perdemos. Ese sufrimiento fue para nada. Nadie se preocupa porque pronto nos saldrán unos nuevos, los dientes definitivos. Estos también los vamos a perder. Ridículo, como poco. En general, la vida me parece una broma a la que no siempre le veo la gracia, la vivo con la esperanza de que en algún momento en el futuro lo entenderé todo.

Verán, en 2019 empecé a escribir una novela. Tardé tres años en terminarla. Tardé tres años porque por la mañana trabajaba y por la tarde salía de trabajar, llegaba a mi casa y me ponía a escribir. No fueron los mejores años de mi vida, hubo una pandemia en medio. Cogí esa novela y la titulé “Supersaurio”. El ser humano ansía pertenecer al grupo con la misma intensidad con la que odia dicho grupo. Queremos ser diferentes a los demás pero no tan diferentes como para destacar, no tan diferentes como para que se nos distinga a la primera. Ansiamos que alguien repare en nosotros aun así. Decidí escoger ese título, Supersaurio, por dos motivos. El primero es porque los supermercados son un reflejo perfecto de cómo funciona el mundo este tan extraño en el que vivimos: una, dos o, como mucho, tres personas son dueñas de los medios de producción y se hacen ricas subidas en las espaldas de las decenas de trabajadores a los que pagan lo mínimo estipulado por la ley. Alguien decidió que ese mínimo para 2022 sería 1000 euros. Ninguna de las personas que tomó esa decisión vive con 1000 euros al mes. Es gracioso, ¿verdad? De una forma perversa, supongo, pero lo es.

El segundo motivo es porque siento que el sistema en el que vivimos es así: grande, muy grande, tan grande que resulta imposible escapar de él. Inmenso, como un dinosaurio. No importa cómo nos movamos ni las decisiones que tomemos, él se mueve con nosotros y se adapta a lo que sea que hagamos. ¿Es un espejo? ¿Es un agujero negro? No lo sé. Solo tengo claro que este sistema nuestro cada vez es más inteligente y nos aprieta más y más porque puede, porque sabe que no estamos unidos, no le plantamos cara, intentamos sobrevivir con esos 1000 euros al mes, damos las gracias si cobramos un poco más y rezamos para seguir así y no perder esa limosna a la que llamamos sueldo. El amo es bueno, no me azota con un látigo, solo trata conmigo por correo. La cubierta de mi novela es preciosa, si me permiten esta opinión. Es un cielo al atardecer, un cielo en el que brilla el logo de un supermercado donde se desarrolla esa historia que me costó tres años escribir. En ese logo que toca el cielo, un dinosaurio de color azul y aire simpaticón sonríe y parece tan inofensivo, tan amable, que nadie en su sano juicio podría odiarlo.

El dinosaurio amable simpaticón inofensivo es el rostro de ese sistema. Es el brillo de la ropa bonita y barata que nos ciega cuando metemos una camiseta que vale cinco euros en la cesta virtual de una tienda online que nos manda nuestro pedido a casa en siete días. No vemos quiénes cosen esa ropa. No vemos quién prepara ese paquete. Nos da igual siempre y cuando la camiseta nos llegue a casa. Es el sabor de las fresas y los arándanos que recogen mujeres explotadas de las que se abusa en el sur de España, pero están tan buenas esas fresas, son tan baratos esos arándanos, ¿cambia en algo la situación de esas mujeres si dejamos de comprar la fruta que recogen? La ganga ciega, el resto desaparece, los mil euros que se ingresan a finales de mes no dan mucho margen para que nadie se mueva. El dinosaurio nos pisotea, nos aplasta, dejamos de existir, pero sonríe mientras lo hace ¿de verdad nos vamos a quejar? Si hay otras personas en otros lugares del mundo a las que no vemos nunca que están mucho peor que nosotros. Hay algunos días en los que salgo de mi trabajo real, me subo en el ascensor para bajar e irme a mi casa y me miro en el espejo. Me miro bien. Soy incapaz de recordar qué estuve haciendo en ese trabajo mío durante todo el día, pero estoy tan cansada que no le doy muchas vueltas. Me pongo los auriculares y Morad canta: “No tenía para entrar en las tiendas, dudo que ese mundo tú ya lo entiendas”. Todos lo entendemos perfectamente. Eso es lo más triste de todo.