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José Luis Villacañas

El Estado en su guerra

El Estado en su guerra

Un síntoma preciso de nuestra actualidad, con su incapacidad de controlar los procesos que la arrastran, es que la reflexión sobre las elecciones presidenciales francesas, el acontecimiento más revelador de los estratos profundos de la situación europea, haya durado nada, sepultada por Pegasus, las comisiones de las mascarillas y la declaración del patrimonio del rey. Entre tanta espuma de actualidad, que atrae la atención de un modo intenso, las orientaciones de los actores se mueven en libertad hacia posiciones diseñadas desde los arcanos del Estado.

En realidad, es como si el Estado siguiera en guerra desde la crisis catalana. Aplica a una parte de los actores políticos el mismo trato que a los extranjeros. De ahí el espionaje masivo, tanto más oscuro por cuanto no sabemos su alcance. Como decía Íñigo Errejón en los micrófonos de RNE, el que se haya espiado a cinco parlamentarios implica de facto que se ha espiado a todo el Parlamento. Se habrá espiado a los cincos diputados catalanes y a todo el que haya tenido relación con ellos. Es por tanto un espionaje masivo que pone en cuestión la libertad del Parlamento. Que personajes que se cansan de hablar del liberalismo permanezcan mudos, solo nos sugiere que son fieles servidores del Estado, pero no representantes de la soberanía nacional. ¿Qué tipo de liberalismo es este? Uno servil.

Aquí reposa mi impresión de que en España existe el Estado, pero poco más. Respecto de la sociedad y la política, resulta evidente que, cuando las cosas se ponen serias, nos entregamos a producir la división. Se da por supuesto que no habrá una percepción compartida y el Estado responde protegiéndose, pasando a la defensiva, exigiendo el cierre de filas de los suyos. ¿Qué otro sentido tiene que el rey, cuando decide tras ocho años publicar su patrimonio, informe solo a los partidos que forman parte de algo así como el bando nacional, a los actores políticos que supone que profesan lealtad institucional, ignorando a todos los demás?

Mostrar las cuentas del patrimonio público del rey –parece que, en su caso, coincide con el patrimonio privado– es una medida republicana. Tenemos razones para decir que el rey no la habría tomado jamás de no haber crecido el sentido republicano, al menos en su dimensión antimonárquica. Fue la carencia de este sentido riguroso de lo público lo que sugirió al rey emérito que podía entender la inviolabilidad, que define perfectamente la Constitución –por mucho que no la desarrolle–, como una perfecta inmunidad/impunidad jurídica. Que ahora don Felipe desaproveche la ocasión de informar a la totalidad de la gente del país de esta mejora de su transparencia, sólo puede significar que opera desde una decisión de división insuperable, a saber, que entre los dos ámbitos ya haya estallado el lenguaje y solo pueda reinar el silencio.

Esta decisión no emerge desde una conciencia institucional adecuada, y quien se la haya recomendado al monarca ha obrado de un modo erróneo y culpable. El rey se debe a la nación, y esto significa a todos y a cada uno de sus representantes. No hacerlo es dar por sentado que una parte de esos representantes no pertenecen a la nación. Una vez más, considerarlos como extranjeros. Algo que no puede sino dar la razón a los que viven desde la independencia.

Mientras tanto, el sentido cívico que avanza en al menos alguna parte –no sabemos tampoco el alcance y la extensión– de aquellos que encubren el espionaje o de los que aplauden que no se informe a los desleales, lo hemos visto en las declaraciones preliminares del procedimiento sobre las comisiones de las mascarillas. El juez, irritado como un vecino de escalera, se mesaba los cabellos preguntando si a estos sujetos les parece normal cobrar millones por una llamada telefónica. La frialdad de la respuesta del interpelado es un tratado de neoliberalismo. «Es normal en este sector del mercado». Luego algunos dicen que el neoliberalismo es solo una denominación para perezosos intelec- tuales.

Mientras tanto, vamos al fondo de la cuestión. Y ese fondo es que casi el 42% de los franceses han votado a Le Pen. Y eso, a pesar de que saben de su alianza con Putin y de que han visto que ese aliado está barriendo del mapa ciudades enteras de Ucrania; y a pesar de que no hay un argumento solvente que nos dé la seguridad de que en un futuro próximo no sean nuestras ciudades las barridas. ¿Qué puede significar esto? Al menos algo: un estado de desvinculación radical de gran parte de la población con la verdad oficial de las cosas. Eso implica una percepción diferente sobre la guerra y la paz.

Todas nuestras élites se han empeñado en culpabilizar a Rusia de la guerra de Ucrania. El 42% de los franceses no se han alineado políticamente con esta valoración. Todos ellos asumen la que podría ser la consecuencia inevitable de la victoria de Le Pen en relación con Rusia: el reconocimiento de los derechos del Kremlin a impedir la injerencia de occidente en lo que es un país integrante de su gran espacio. Cuando entre las poblaciones y el Estado se abren esas fisuras, solo sabemos algo: que la verdad del Estado y la verdad de la gente ya no van juntas. Esos son los tiempos peligrosos. Pues entonces es cuando el Estado siente la tentación de no reconciliarse con la democracia.

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