La Provincia - Diario de Las Palmas

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La suerte de besar

No molestar

Los domingos de comida familiar tenían dos momentos estelares e invariables. El primero, cuando mi abuelo advertía de que en el piso de abajo había una persona mayor que quería descansar. El segundo, cuando mi abuela bendecía la mesa. Mi abuelo nos reunía en el salón y, en susurros, nos rogaba que evitásemos arrastrar sillas y los gritos innecesarios. Con el tiempo, supimos que la familia que vivía debajo de casa gozaba de una gran salud, pero mi abuelo había logrado inculcarnos el respeto por los vecinos y lo innecesario que es hacer ruido, sobre todo a horas determinadas.

Colgar el cartel de “no molestar” en una habitación de hotel es hacer un alto en el camino. Un placer y un respiro. Es un paréntesis en un viaje, un tiempo de lectura, una ducha a presión o una siesta sabiendo que nadie va a acceder a nuestra intimidad durante un tiempo determinado. Que no haya interrupciones o intromisiones en nuestra esfera privada se ha convertido en un lujo. Y es que estamos demasiado acostumbrados a la falta de respeto, a interferir en el espacio de otros y a que interfieran en el nuestro. Lo hace el señor que, en el autobús, se dedica a escuchar y a enviar audios en su móvil o el chaval que cambia de sintonía compulsivamente para elegir la que le gusta más. Lo hace el conductor de la moto con un tubo de escape manipulado o el que decide que las tres de la mañana es una hora idónea para reciclar el vidrio. Lo hacemos al pasar la aspiradora antes del amanecer, al hacer botellón con reguetón a todo volumen o cuando no le decimos a nuestros hijos que dejen de botar las pelotas en casa. No estamos solos en el mundo y los intereses y bienestar de los otros también cuentan. He ahí la cuestión.

Sé lo que es padecer los gritos de los que vuelven de marcha en el rellano de casa y he pasado noches en blanco escuchando la música y los brindis de la gente que está de fiesta. Un día es molesto, cuando se convierte en rutina es una tortura que imposibilita disfrutar de la vida o rendir en el trabajo. El Ayuntamiento de Palma, además de enorgullecerse de su contador de árboles, tiene la obligación de enfrentarse al problema que están viviendo los vecinos del barrio de Santa Catalina y debe responsabilizarse del mantenimiento y buen estado de un patrimonio catalogado que es de todos. Nadie quiere que los negocios dejen de hacer caja, pero no comprendo por qué debería ser a costa de la salud mental de los residentes y la degradación de los espacios públicos de Ciutat. Por mi parte, cuando salga de cena y copa aplicaré la enseñanza de mi abuelo: no molestes y piensa en el descanso de las personas.

Mi abuela bendecía la mesa en pocos segundos. Declamaba rapidísimo cinco frases escuetas, mientras todos restábamos inmóviles mirando el mantel. Al acabar, dábamos las gracias y nos abalanzábamos sobre la comida. Una de sus enseñanzas fue la importancia de agradecer cosas que damos por supuestas: un plato en la mesa, tener salud o nadar en el mar. Dos grandes aprendizajes que me llevo de mis abuelos: ten en cuenta a los demás y da las gracias.

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