El otro día, en clase, un alumno me formuló una pregunta insólita: “Profe, si has estudiado tanto, ¿por qué has acabado aquí?”. La pregunta podía parecer malintencionada, pero en absoluto lo era. El alumno, desde su inocencia, estaba expresando su extrañeza ante el hecho de que una persona como yo, con varios títulos a sus espaldas, no hubiera llegado a un puesto más “digno”. Era algo más que una pregunta: demostraba exactamente la valoración que la sociedad tiene de la profesión docente.

Recuerdo aquellas largas jornadas de estudio en 2017 y 2018. Catorce horas al día, dejando libres las tardes de los viernes y los sábados para descansar. El objetivo era llegar al aprobado en la nota de oposición para poder entrar en bolsa y, con suerte, esperar a que me llamasen para trabajar como interina. Yo no tenía la especialidad, puesto que concursaba en Lengua y Literatura Española y mi licenciatura era en Periodismo. Según la ley, no podía entrar en la bolsa de trabajo sin el aprobado en las oposiciones, a pesar de poseer un máster y un doctorado en Literatura española y otro máster de formación del profesorado. Así que no había más salida que aprobar o marchitarse en el intento.

Mis esfuerzos dieron un resultado mejor que el que esperaba, porque no solo aprobé los exámenes de 2018, sino que además obtuve una plaza. Me convertí en funcionaria docente de Secundaria: la envidia de mis amigos, por los famosos “dos meses” de vacaciones en verano, por las tardes “libres”, por el sueldo fijo… De repente, empecé a escuchar comentarios maliciosos acerca de “lo bien que vivimos los profesores”, como si alguien me hubiera regalado la plaza y yo me dedicara, cada día, a echar el rato en el instituto. Al principio, me molestaba en responderles que las tardes no eran libres, en realidad, para los profesores –hay que corregir exámenes, preparar clases, organizar pruebas…–, que, si tuviéramos más horas de trabajo, acabaríamos fulminados, porque produce un agotamiento emocional más elevado que en otras profesiones. Y que ahí estaban las pruebas de oposición, esperando por ellos, para cuando quisieran mejorar sus condiciones laborales. Ahora, cuando escucho esos comentarios, sonrío y dejo que entren por un oído y salgan por el otro, como suele decirse.

A ninguno nos han regalado la plaza. Cada uno tenemos nuestra propia historia de superación, de esfuerzo. Porque el supuesto final, obtener la plaza, es solo el comienzo. Dar clase a adolescentes no es un camino de rosas ni se parece a la utópica idea que existía en tu cabeza. Hay que enfrentar un obstáculo tras otro: no venirse abajo ante el desinterés general de los alumnos, tratar por todos los medios de conseguir que tu materia no se convierta en una tortura. Atender a la diversidad, asumir que muchas de las actividades que soñabas se han revelado demasiado ambiciosas, que a menudo el único objetivo posible es alcanzar los contenidos mínimos del currículo educativo. Alguna vez, la confianza se resquebraja y no puedes evitar preguntarte: ¿será esta de verdad mi vocación? ¿Lo estaré haciendo bien? Entonces, cualquier mínimo gesto te conmueve: un alumno que conoce el autor del que estás hablando, otro que ha seguido una recomendación tuya de lectura y te lo cuenta… Y así transcurren los cursos académicos. Entre altibajos emocionales, súbitas alegrías, desánimo, ilusión… Por no hablar del esfuerzo que a veces supone tener que ocultar tus propias emociones al entrar en clase, para que tu tristeza, tu estrés o tus problemas personales no afecten de ninguna forma a tu manera de dar clase, para que tu sonrisa permanezca y los alumnos no perciban nada.

Afirmar que “los profesores vivimos muy bien” es simplificar una realidad muy compleja. La valoración social es lo más inquietante y se refleja también en el día a día: por mi experiencia y por la de muchos compañeros, creo que a los profesores actuales nos preocupan más las familias de los alumnos que los propios alumnos, porque todos nos hemos tenido que enfrentar a la incomprensión de los padres, a que defiendan a capa y espada las actitudes maleducadas o rebeldes de sus hijos, algo que, por otra parte, supone un claro perjuicio para los alumnos. No voy a decir que sean todos, desde luego, pero estas situaciones se producen cada vez con mayor frecuencia. Se va perdiendo el respeto hacia la figura del profesor. Por eso, puedo comprender que lleguemos a preguntas como la que me formuló aquel alumno. La realidad es que estamos hablando de una de las profesiones más gratificantes y, al mismo tiempo, más frustrantes de todas. Y eso solo quien lo probó lo sabe, como decía Lope.