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Alfonso González Jerez

Retiro lo escrito

Alfonso González Jerez

El regatista

Lo que no entiendo muy bien es como un octogenario que apenas puede andar apoyado en un bastón participe en una regata. Todo lo demás es aproximadamente comprensible. Los aplausos de la gente en Sanxenxo, por ejemplo, son los aplausos de los miembros del Club Náutico, y los socios de un club náutico tienen (como mínimo) una acción que les permite andar sobre las aguas y codearse con reyes, capitanes intrépidos y narcos arrepentidos. Seguro que también había tres o cuatro dueños de restaurantes aclamando al rey. Leo en algún sitio que alguien grito entre el gentío «¡Viva Canarias!». ¿Asier Antona frecuenta Sanxenxo? El Emérito sonrió mucho con los ojos abiertos y a veces se pareció preocupantemente a otro cómico de la Transición, Joe Rígoli. Aplausos y fotografías y lágrimas y abrazos. Pero eso fue todo. Don Juan Carlos I no representa a España ni los vitoreadores representan a los españoles.

El Rey emérito ha incumplido los términos del acuerdo (explícito) con su heredero y jefe de Estado y también (implícito) con el Gobierno, según el cual podría regresar a España exclusivamente para ver a sus familiares y amigos. Pues no, viene a las regatas de Sanxenxo y a hincharse de centollos. Es muy delicado, porque ni Felipe VI ni el Gobierno español pueden hacer nada para impedirlo, circunstancia astuta e irresponsablemente aprovechada por el regatista semiparalítico. También es cierto que el Gobierno tampoco hace cosas que sí podría poner en práctica como, por ejemplo, no encargarse de la seguridad del exmonarca en Abu Dabi, al que al parecer acompañaron tres policías como guardaespaldas en el jet privado que le ha trasladado a Galicia. También podrían, también, dejar claro que Juan Carlos I se ha pagado el avión privado de su propio bolsillo.

Los republicanos españoles no han conseguido jamás echar a los reyes borbones. Han sido los propios reyes borbones los que han cebados sus exilios con sus tropelías, abusos, corrupciones, crueldades y estupideces. Por eso han conseguido regresar –ellos o sus descendientes– una y otra vez. Claro que Juan Carlos I se ha excedido un fisco. Para enriquecerse fabulosamente y saltar de cama en cama mejor quedarse en un monarca posfranquista. Y sin embargo sin una democracia parlamentaria debidamente asentada el Emérito nunca hubiera podido hacer lo que hizo: su mitificado papel como fundador de un sistema democrático y principal garante del mismo durante su primera década de reinado fue lo que le convirtió en intocable, lo que desató todos sus apetitos. Uno de los mejores libros sobre la evolución política española en los años sesenta y setenta son las memorias de Óscar Alzaga, La conquista de la Transición. Ahí queda más o menos evidenciado que nunca existió un omnicomprensivo plan maestro para sustituir la dictadura franquista por una democracia representativa. Se actuó intuitivamente, venciendo a veces y estimulando otras las resistencias al cambio, articulando mecanismos para controlar un proceso político imprevisible y con limitaciones impuestas por las élites franquistas, respondiendo a las demandas de normalización institucional de Europa y Estados Unidos, dulcificando el patente malestar de los militares. A partir de mediados de los ochenta Juan Carlos se jubiló políticamente y se dedicó a agrandar su cartera de negocios, trinques e inversiones.

Muchos critican hoy las escenas del anciano borbón en Sanxenxo. Su real y cínica gana de regatear a todo el mundo. Pero para salvar la monarquía parlamentaria no basta con que el Emérito se quede en Abu Dabi. Es imprescindible que el título tres de la Constitución se desarrolle y regule por una ley orgánica en la que, entre otras cosas, la inviolabilidad del monarca se reduzca estrictamente a sus actos políticos, siempre refrendados, como hasta ahora, por el Gobierno, y no a su comportamiento económico y fiscal. Y están tardando. Demasiado. Les queda media regata. Y un bogavante.

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