Conocer a un poeta y su tránsito excepcional por la vida es una suerte rotunda. Y lo es más todavía si se da el caso de que es un ciudadano activo, estimulado por las ausencias y permanencias que aparecen y desaparecen en torno a él y que transmite a los demás. Hace 20 años que Manuel Padorno, el náufrago, murió y fue enterrado con honores por la Academia Canaria de la Lengua, una de sus constantes. Atornillaba palabras a horas intempestivas, después de correrías nocturnas, partidas de billar y discusiones densas. No sabemos la horas en que su camarote de Punta Brava, la casa-barco de Las Canteras, empezaba a echar humo. Nosotros sólo lo veíamos de mañana avanzada, citados para una entrevista que no arrancaba, hasta que él, casi expulsado de otro mundo, bajaba por la escalera con la naturalidad del que no conoce la ansiedad de la puntualidad. Fue mucho papel a fuego lo que en esas madrugadas creó, y que en estos años ha sido vertido de forma exquisita por su viuda Josefina Betancor, con la ayuda de sus hijas, en los tres tomos de su Obras Completas, todo una consecución para un creador con múltiples frentes abiertos y cada uno con su particular complejidad. Se lamentaba mucho de la torpeza de la sociedad canaria a la hora de tratar a sus mitos, a veces negándolos o enterrándolos. Por ello, en Talleres JB, la editorial que levantó con su compañera durante la ciénaga de lodo del franquismo, rescató en 1974 Crimen, la novela surrealista de Agustín Espinosa, silenciado y humillado a partir de 1934. Manuel, poeta, pintor y agitador, quería cambiar la sociedad, igual que Martín Chirino y Manolo Millares, con los que se embarcó en el Alcántara en 1955 rumbo a Madrid, en un viaje que fue lo más parecido al grito por asfixia de una generación que braceaba en la periferia del país. Hacía política real en la noche libertaria de los ochenta, en el Gas, Utopía o Cuasquías (allí tocó con su grupo Nocturna Free), locales incansables a los que llevaba al presidente Saavedra para conocer una sociedad vital que bullía por la transformación. Y luego, con esa voz afable y en forma de manta protectora, volvía a su mirador para descuartizar las palabras y divisar luces fugaces. Creyó en los periódicos como artefactos intelectuales para cambiar el estado de las cosas, y se entregó con pasión sin domesticar a proyectar varios suplementos de cultura. Instó la compra del edificio de La Regenta para adecuarlo como una sala de arte y convertirlo en un polo cultural en la zona del Puerto, su barrio. Manuel Padorno hizo una poesía carnosa, sensual, plagada de guiños sensoriales, despertares atómicos y cegadores bajo el nuevo día que nace en la Isla. Una época se encaramó al andamio y pintó murales en las fachadas blancas del Paseo de Las Canteras, piezas en lo más alto del urbanismo que daban continuidad a su escritura en Punta Brava. Veinte años después alcemos ese misterioso vaso de luz que enciende y acicala al bohemio, cirujano paciente en la charla inútil o prometedora.