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Pedro S. Limiñana

Luces de trasnoche

Pedro S. Limiñana

El deterioro de la democracia

Cuando el siempre polémico Pablo Iglesias, hace ya algo más de un año, señaló que “en España no hay plena normalidad democrática”, no fueron pocos los que se rasgaron las vestiduras y corrieron a defender la plenitud de la democracia española. Entonces, uno de los argumentos de los demócratas ofendidos, entre los que se encontraban varias ministras de la parte socialista del gobierno de coalición, fue que España formaba parte del restringido grupo de democracias plenas reconocidas por la prestigiosa revista The Economist. Ahora, y desde hace ya varios meses, España no se encuentra en la lista de marras y ha pasado a figurar, según la misma revista, cuyo prestigio sigue, suponemos, intacto, entre el no tan selecto grupo de democracias defectuosas. Y es que, según The Economist, la incapacidad demostrada para renovar el Consejo General del Poder Judicial impide que España pueda seguir siendo considerada una democracia plena; mas esta degradación de nuestra democracia, incomprensiblemente, no parece que preocupe demasiado a nadie, ni tan siquiera a aquellos a quienes tanto ofendieron las declaraciones de Iglesias en su momento.

El informe de The Economist indicaba también que, en general, todas las democracias se han deteriorado como consecuencia de la lucha contra la pandemia de Covid-19, lo cual resulta ciertamente preocupante, pues se diría que la democracia, cuya razón de ser es la protección de la libertad individual y la igualdad, resulta menos eficaz a la hora de proteger la salud de los ciudadanos que otros regímenes menos preocupados por garantizar los derechos humanos. Una vez más, en el viejo y falso debate entre libertad y seguridad, parece que los Estados volvieron a seguir la senda de Hobbes. Y es que el Estado, por muy social y democrático de derecho que se defina, es antes que nada Estado, una estructura de dominio que históricamente se ha revelado como el mayor enemigo de la libertad del individuo. En España, la degradación de la democracia con el pretexto de salvaguardar la salud se tradujo en la suspensión de derechos fundamentales, lo que nunca debió ocurrir, pues una cosa es limitar dichos derechos y otra bien distinta lo que hizo el Gobierno, que por más que insistiera en que se trataba de una simple restricción se empleó a fondo en su suspensión, como ha acreditado el Tribunal Constitucional.

En las últimas semanas hemos sabido que el Centro Nacional de Inteligencia (CNI) se ha dedicado a espiar a un buen número de independentistas catalanes. Lo supimos gracias a la revista The New Yorker, que anunció que España había espiado mediante el ya célebre programa Pegasus a más de 60 personas. A raíz de la información de la prestigiosa revista que, sorprendentemente, la ministra de Defensa, Margarita Robles, dice no conocer, el CNI ha reconocido que se espió a 18 independentistas con autorización judicial, según ha salido publicado en la prensa. La legalidad de la medida, así como la destitución de Paz Esteban, la jefa de los espías, son los argumentos con los que el Gobierno ha pretendido zanjar la crisis. Sin embargo, tengo para mí que el problema sigue ahí, pues nada se sabe de los 40 independentistas espiados, siempre siguiendo a The New Yorker, cuya credibilidad se me antoja de bastante mayor solvencia que la del Gobierno de España que anda más bien de capa caída. Se trataría de una flagrante violación de los derechos humanos que contribuye a incrementar el deterioro de la democracia española que, como todas las democracias modernas, ya presenta bastantes problemas de legitimidad sin necesidad de la intervención de las cloacas del Estado.

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