Si hay una mantra que se repite hasta la saciedad y que nadie discute en la gestión moderna de las ciudades es la movilidad, un concepto complejo cuyas piezas maestras son la reducción del tráfico y el aumento de los servicios públicos de transporte. Este propósito común y ambicioso no soslaya, sin embargo, la dificultad para congeniar los intereses en liza. 2023 será un año clave: la Ley de Cambio Climático y Transición Energética, aprobada en mayo de 2021, establece que las ciudades con más de 50.000 habitantes deben disponer de una zona acotada de bajas emisiones. Al margen de que los ayuntamientos afectados recurran el plazo con las prórrogas, empieza la cuenta atrás para tomar decisiones en favor de la salud y el bienestar de los ciudadanos.

Las Palmas de Gran Canaria es una de las capitales que tiene ante sí el reto de planificar su movilidad. Desde los años noventa se llevan a cabo en esta ciudad iniciativas para la peatonalización de calles, resoluciones que han procurado beneficios indiscutibles a los vecinos. Pero todavía tenemos un casco histórico, Vegueta-Triana, donde el movimiento diario de tráfico sin restricciones es aún posible, o una calle como la de Bravo Murillo con una importante circulación. O un Barranco del Guiniguada, en su tramo de la antigua autovía, a la espera de un corredor verde... La lista es prolija en ejemplos, pero también es la demostración rotunda de que el cambio está lleno de obstáculos, no sólo por las exigencias presupuestarias, sino también por el modelo.

Europa ha marcado las pautas para la descarbonización, un propósito que se aceleró tras el largo periodo de la pandemia, una etapa dramática que activó la necesidad de unas urbes saludables. Políticos y gestores municipales deben comprometerse al máximo en la obtención de financiación de la UE, cuyos programas de créditos y subvenciones exigen los máximos criterios de sostenibilidad para el acceso a los mismos. La movilidad y sus consecuencias debe ser un eje básico de los programas de los partidos políticos, que, en este sentido, deben huir del cortoplacismo fácil y ramplón de las medidas con matices electoralistas, y aplicarse con denuedo en ideas y ejecuciones cuyos efectos alcancen a varias generaciones.

La eliminación parcial o total del tráfico, así como la pacificación del mismo, requiere una visión global, sobre todo en un municipio como Las Palmas de Gran Canaria. Una inversión multimillonaria como la Circunvalación ha sido positiva para la conexión intermunicipal, pero ha empeorado el bienestar de los vecinos de Tamaraceite y sus barrios, sometidos diariamente a atascos masivos, ni tampoco ha desalojado los vehículos del centro de la capital. Por sí solas, las grandes actuaciones en redes viarias, con dotaciones presupuestarias enormes, no procuran una salida satisfactoria. A más asfalto, más vehículos. Hay que actuar con otras herramientas: estimular el uso compartido del coche privado; un transporte público flexible y capaz de atender los picos de demanda; modular la crecida de un urbanismo residencial y comercial para evitar el colapso de las vías de comunicación; programas de teletrabajo intermitente; aprovechamiento al máximo de los recursos de la digitalización para ofrecer información constante...

Las Palmas de Gran Canaria es una urbe difícil. A su extensión con una relevante periferia que alcanza zonas rurales se une una orografía intrincada, con una ciudad alta y una ciudad baja. Crear nexos para atenuar la dispersión de los pagos diseminados y coadyuvar para la integración son, entre otras, razones más que suficientes para no olvidar la connotación humana de todo urbanismo, entendiendo que la movilidad y su consecución favorable forma parte del mismo. La Metroguagua, más allá de su trascendencia para el transporte público, ha introducido pequeñas operaciones urbanas con cambios en calles y aceras que han mejorado la vida de los vecinos. Este urbanismo táctico debe comparecer también en la periferia, en urbanizaciones levantadas en el franquismo, con una accesibilidad baja o nula, o en núcleos que nacieron de la ilegalidad pero que hoy forman parte del tejido, aunque con carencias en equipamientos y con sus áreas peatonales atestadas de vehículos a los que nadie multa.

Pese a lo inabarcable que parece el objetivo de lograr modificaciones, la movilidad del futuro ya no lo es tanto y avanza imparable. Las experiencias se suceden una detrás de otras. Hoy ya es posible la simplificación del pago a través del móvil; las zonas descarbonizadas, con el veto sin pausa a la motorización con combustibles fósiles, acelera el transporte público eléctrico; la información por aplicaciones es fundamental para conocer la oferta al momento; para los barrios de baja densidad de población y en lugares limítrofes se incorporan los minibús sin conductor y equipamientos para el proceso de datos; hay cápsulas para una o dos personas...

Los carriles bicis que todos conocemos, extensibles para los patinetes en todas sus variedades, constituyen una victoria frente al tráfico rodado, pero vienen a ser sólo la epidermis de una revolución que se extiende como una mancha de aceite. La mera sustitución del parque móvil de gasolina o diesel por vehículos eléctricos, no contaminantes, será un paso de gigantes. Una metamorfosis que acarrearía un grado de frustración apreciable si las derivaciones positivas de la misma no recayesen en los ciudadanos. El cambio de tecnología soporta detrás un movimiento industrial de primera magnitud, una geoestrategia mundial inconmensurable, pero las ciudades no pueden ser obviadas en este proceso. La transformación en curso es una oportunidad única para variar los parámetros de crecimiento, un punto de inflexión con efectos múltiples en la vida de las personas. Las Palmas de Gran Canaria, implicada en la carrera de la movilidad, no puede quedarse atrás, ni tampoco rehusar a la actualización permanente de sus conocimientos en la búsqueda de soluciones.