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Javier Durán

Reseteando

Javier Durán

Acopio de armas para el día definitivo

Al igual que ocurrió con anteriores matanzas perpetradas por descerebrados a la espera de una trepanación que acabe con sus neuronas, Estados Unidos nos arrastra de nuevo a su eterno debate sobre la prohibición de las armas. Y una vez más tenemos que encogernos de hombros, porque la cultura del viejo continente no consigue entender la venta de fusiles y pistolas a adolescentes pajilleros entregados al mórbido placer de matar. La cuestión capital u ósea es que no comprendemos que la segunda enmienda de la Constitución garantice el derecho a llenar la canana de cartuchos, a meter una pistola en el neceser o a no pasar un test para saber qué flojera padece el desbocado pistolero. La otra pieza de este macroasunto enérgico, como todo lo que está entre la vida y la muerte, es la impunidad con la que la ideología que acuna a Trump hace acopio de su arsenal. En el asalto al Capitolio aparecieron con cornamentas y pieles, pero hay otros que hacen una lectura extrema de los excrementos republicanos –un cribado– y salen a las calles, después de leer su catecismo, para quemar Texas, Columbine, Minesota, Roseburg, Sandy Hook... En el viejo continente no sabemos si son herederos de Manson, hijos del Ku Klux Klan, golpistas, seguidores de una iglesia milenarista... Nadie sabe qué están preparando, pero demostraron de manera fehaciente que estaban dispuestos a dejar en ridículo al estado más poderoso del orbe, tomando despachos oficiales y en revuelta rotunda contra los resultados electorales. Esta escoria de peligrosos lunáticos se opone a la prohibición de las armas, y reclama que todos los ciudadanos aprendan a manipularlas para enfrentarse al mal. O sea, más venta de armas. Desaparecería la matanza en sí para ser sustituida por el enfrentamiento entre caídos y vencedores. ¿El oeste? ¿Buscadores de oro? ¿Colonos? Pensé en ello al ver a los tejanos con sus sombreros de ala ancha informando de la masacre de los niños. Hay que volver a ver la película La puerta del cielo, de Cimino, donde están las claves ardientes.

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