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Marina Casado

Un carrusel vacío

Marina Casado

De vuelta a la novela negra

Hace poco más de una semana, la noticia de la prematura muerte de Domingo Villar estremecía el panorama literario nacional. Fue uno de los más reconocidos autores de novela negra de nuestro país, el creador del solitario inspector Leo Caldas. Yo lo conocí en La playa de los ahogados, su segunda novela. Al autor, en una conferencia en el Círculo de Bellas Artes, dentro de un curso de verano sobre novela negra que organizaba la Universidad Carlos III de Madrid y en el que participaron otros escritores de la talla de Lorenzo Silva o Andreu Martín, a quien leí por vez primera en Todos los detectives se llaman Flanagan, la novela juvenil que escribió junto a Jaume Ribera y que se convirtió en lectura obligada en numerosos institutos; entre ellos, el mío.

Unos días antes de la muerte de Domingo Villar, asistí al preestreno de Maigret, la película de Patrice Leconte basada en la novela Maigret y la joven muerta (1954), del belga George Simenon. Gérard Depardieu encarnaba al célebre detective nacido en Saint-Fiacre, el pueblo ficticio que fue escenario de otra de las novelas más famosas: El caso Saint-Fiacre (1932). Llegué a ella a través de una interesante colección de El País, “Serie Negra”: cincuenta clásicos que consiguieron duplicar las ventas del periódico en 2004 y convertirme a mí en una amante del género. Mi adolescencia se vio atravesada por historias de gánsteres y enigmas indescifrables, cínicos detectives, femmes fatales… Me acostumbré a ese estilo sobrio y descarnado, cuajado de giros imprevisibles y finales sorprendentes.

Nunca fui aficionada a Sherlock Holmes, aunque me gustó El sabueso de los Baskerville. Holmes resultaba demasiado frío, demasiado científico. Hercules Poirot también era cerebral, pero de un modo más tierno. Las novelas solían concluir en la sala de estar de una mansión donde Poirot había reunido previamente a los sospechosos y les iría enumerando los hechos sin perder detalle, con una sonrisa, para acabar acusando al culpable. Sin perder la sonrisa, por supuesto. Esa sonrisa, esa ternura blanda, constituía una de sus grandes virtudes. El detective más popular de Agatha Christie resolvía crímenes haciendo gala de su amabilidad belga, como si esos crímenes no tuvieran verdadera importancia, y casi esperabas que el asesino, al final del libro, se postrara ante él con lágrimas en los ojos.

Sin embargo, ni las obras de Conan Doyle ni las de Agatha Christie podrían considerarse parte del género negro más puro. Son más bien novelas policíacas, a la inglesa, que plantean un crimen sin resolver y presentan a un inteligentísimo y analítico detective que va resolviendo cada acertijo pausadamente, con un ingenio fuera de lo común. La auténtica novela negra nada tiene que ver con este mundo ordenado en el que cualquier detalle que se escape de dicho orden constituye la clave del enigma. El universo de la novela negra, que comenzó en los años veinte del pasado siglo, es caótico y turbio, está sumido en una crisis que afecta a todos los niveles, lleno de personajes crueles y perturbados, sanguinarios, que no valoran mínimamente la vida humana. Los tres estadounidenses considerados “padres” del género son Dashiell Hammett, Raymond Chandler y Ross McDonald. De los tres, me quedo sin duda con Chandler, por su impecable estilo narrativo, por su carismático y ácido detective, Philip Marlowe, que todos los lectores podríamos imaginar con el rostro de Humphrey Boggart, incluso antes de haber visto la magnífica adaptación cinematográfica de la novela El sueño eterno, dirigida en 1946 por Howard Hawks. Chandler, para mí, es la novela negra.

Y aunque hemos de adelantarnos unas décadas, no puede faltar en este breve homenaje el nombre de otra estadounidense, Patricia Highsmith, la reina de la novela negra psicológica, que me fascinó desde El grito de la lechuza (1962), en la que lo importante no es la muerte, sino el proceso que lleva hasta ella. Highsmith, más conocida por obras como Extraños en un tren (1950) o El talento de Mr. Ripley (1955), presenta a personajes complejos y atormentados, depresivos y brillantes que han dado mucho juego también en la gran pantalla.

Se dice que la novela negra está de moda. Por ahora, el universo de los clásicos me mantiene secuestrada. Estos días, deambulo por la Inglaterra de los años veinte retratada en La gente terrible (1926), de Edgar Wallace. Asesinatos a la vuelta de la esquina y un detective con un pasado oscuro, como tantos. Sospecho que el éxito de este género consiste, precisamente, en ofrecer a los lectores la entrada a un mundo caótico e imprevisible para olvidar, tal vez, la crudeza de nuestra propia realidad.

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