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El revés y el derecho

Los primeros sueldos del oficio

Nunca me ha interesado el dinero, no he sabido ganarlo, no me ha importado perderlo y jamás pude resarcirme de ese defecto. Así es la vida.

Lo primero que gané me lo pagaron a escondidas, por un verano en el que, siendo aún un adolescente, trabajé para la empresa Hernández Hermanos de mi pueblo, el Puerto de la Cruz. Mi tarea era poner en orden los albaranes, papelitos amarillos que debía situar por orden alfabeto para pasárselos así a un joven empleado, Pepe, de las personas más simpáticas que he conocido.

A veces Pepe me sentaba a su lado para llamarme la atención por algo que hubiera hecho mal, y terminábamos los dos a carcajadas. Era, además, muy eficiente y veloz, muy desinhibido en la gestión de su vida en aquella oficina por otra parte tan seria. Una vez pasó junto a nosotros el dueño, y Pepe y yo nos hallábamos en plena carcajada, de modo que era obvio que no estábamos en una situación compatible con lo que sin duda era preceptivo en aquella oficina tan circunspecta. Aquel hombre, don Ismael Hernández, pasó de largo, aunque nos miró de lado como si estuviera viendo una película.

Ese trabajo dio sus frutos en relación con lo que ya era la vocación que me dormía dulcemente. Gracias a aquellas jornadas tediosas que terminaban a las tres de la tarde conseguí el dinero para la entrada de la primera máquina de escribir que tuve en mi vida, un aparato azul marino de apariencia frágil en el que estuve escribiendo hasta que empecé, años después, a ser redactor de EL DÍA. Luego la empresa que me la vendió a plazos dejó de existir, por quiebra, y me ahorré los dos plazos de 850 pesetas que me restaban.

Recuerdo de esa máquina de escribir (que dejó de existir merced a la gestión de mis legítimos herederos) muchos momentos y sucedidos, el mayor de los cuales es aquel en el que se ve a mi madre agarrándome de los hombros mientras yo descanso de la escritura de la primera entrevista seria que hice en mi vida. Fue a don Julio Caro Baroja, el famoso antropólogo. Él vino a Tenerife en la primavera de 1968, cuando en París creían que se podía encontrar playa bajo los adoquines, y en ese clima de cambio en el mundo (al menos en Europa, pero no en España… todavía) le preparé un cuestionario que en parte tenía que ver con ese momento tan especial de nuestro país y del continente. Me envió don Ernesto Salcedo, el director, a entrevistar a Caro, mi madre me compró una ropa adecuada para ese menester tan solemne, incluso me compró una corbata, y así fui vestido a aquel acontecimiento que sería premonitorio del principal quehacer que he terminado haciendo como periodista: las entrevistas.

Esa primera entrevista discurrió con mucha seriedad y parsimonia; era un hombre que hablaba como para impedir que la prisa le robara las sílabas, y yo tomaba nota como si él me estuviera dictando una carta delicada de la que no debía escaparse ni una coma. Al término del encuentro él me dedicó el libro que yo llevaba conmigo, uno de sus buenos ensayos de antropología. Puso esto: «A Juan Cruz Ruiz, en un hotel superburgués de Tenerife».

Luego volví a mi casa, me puse ante la máquina de escribir color de mar e inició el tecleo, como si me fuera a examinar de un oficio que habría de ser el que ha marcado mi vida y del que aun no había estudiado ni una palabra. En ese momento tenía dieciséis años (o por ahí), o al menos siempre he sentido que en aquel momento era un adolescente que aún olía a cascarón. Fue en esas circunstancias en las que alguien que pasaba por casa me hizo esa fotografía en la que mi madre me agarra los hombros como para que no me levantara a destiempo del ejercicio de mi tarea.

En ese momento aún no recibía un sueldo en serio. El periódico me pagaba cuando le parecía que yo debía cobrar, porque se estimaba que entonces era un meritorio que estaba aprendiendo el oficio, y aunque trabajaba tanto que me olvidaba de las clases universitarias que en seguida fueron parte de mis ocupaciones, el salario no era lo importante. Lo importante era el aprendizaje. Hasta que terminé lo que entonces también se llamaba carrera de Periodismo y ya se planteó (al menos yo me planteé) que por medio debería haber una fijeza y un salario. Salcedo salió al paso de lo que yo seguramente iba pensando, pero a la vez que me dijo que el salario tenía que venir, me explicó que para alcanzar la fijeza habría que cumplir un trámite que no tenía que ver precisamente con el oficio.

Salcedo me dijo que para llegar a esa fijeza quizá sería interesante que yo usara mis influencias con algunos catedráticos o profesores de la Universidad de La Laguna (a los que yo tenía acceso por mi trabajo como cronista del principal centro educativo de las Islas en esos tiempos) para que dieran por buena la preparación del hijo mayor del dueño. La idea era que el chico aprobara a toda costa su examen de acceso a estudios superiores. Una vez resuelto ese trámite, vino a decir, «entrarás en plantilla».

El porvenir, decía en una famosa frase Fernando Arrabal, «actúa en golpes de teatro», así que esa misma tarde, y quizá inmediatamente después de que el director me sometiera a la sorprendente tarea de conseguir un aprobado para el hijo del dueño, fue el propio dueño el que me llamó aparte, al verme en la Redacción, para decirme que, puesto que ya había aprobado las pruebas pertinentes, iba a proceder a integrarme en la plantilla.

Pasó algún tiempo hasta que aquella decisión se reflejara en la nómina, yo seguí trabajando, haciendo entrevistas, fotografías, crónicas, lo que se pusiera por delante, y además ejerciendo de corresponsal del diario LA PROVINCIA. De lo que gané y cómo lo gasté (teniendo en cuenta que nunca supe manejar el dinero) daré cuenta en el inmediato capítulo.

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