Un fantasma recorre España: el fantasma de la hostelería. Desfilan por los programas de televisión una ristra de empresarios hosteleros con el corazón en un puño porque la gente ya no quiere trabajar. No se les cuestiona, es un bochorno. Cada pocos meses nos enfrentamos a un problemón nacional que nadie sabe muy bien cómo resolver pero que se propaga de canal a canal llegando a estar hasta en la sopa. Nos persigue por el pasillo de casa, se nos sube a los hombros mientras nos hacemos de comer en la cocina, se aposta en la puerta del baño y nos observa con los brazos cruzados. En su momento fue Nicolás Maduro y Venezuela, no sé si se acuerdan. Salía todos los días en la televisión, nunca entendí bien por qué. Será que carezco de los conocimientos de geopolítica necesarios para comprender algo así. Luego el feminismo radical y el 8M plagaron todos los programas, más tarde el tema del emérito y ese dinero que r-ah, no, perdón. De eso no podemos hablar, ¡lo siento! Borro. Como decía, después fue lo de las madres que secuestran a sus hijos para que sus padres (muchas veces con condenas por maltrato) no les peguen ni los asesinen (algunos terminan saliéndose con la suya, no obstante). Siguió más adelante una temporada dedicada a los okupas. Cada día uno encendía la tele y le recibía un elenco de cuatro o cinco personas moderadas por otra persona que nunca, en ningún momento, trataba de aportar un dato real a la conversación. Ya no se sabe nada de esos okupas que asolaban al país, desaparecieron como desapareció el covid, un día dejó de ser noticia, ya ni nos acordamos.

Dentro testimonio. ¿La gente no quiere trabajar? Quizá lo que sucede es que ya nadie quiere ser esclavizado durante 12 horas por la mitad del SMI en negro y la otra mitad en la nómina si tiene suerte. Creo. Sospecho. Diría que lo que pasa es que algunas personas se cansaron de salvar a la hostelería con su sangre, sudor y lágrimas mientras sus jefes salen en televisión clamando a los cuatro vientos que en España ya nadie quiere doblar el lomo, dar un palo al agua, en definitiva, realizar una actividad que requiere esfuerzo físico o intelectual a cambio de un salario. Un sueldo digno. Dicen, sin que se les caiga la cara de vergüenza: “En hostelería se hace media jornada, 12 horas. Ha sido así toda la vida”. Ha sido así toda la vida y punto. ¡Increíble! Vivimos en un mundo rarísimo, un mundo en el que hay personas que afirman y admiten abiertamente en directo que si no explotan a sus empleados su negocio no funciona y no pasa nada, nadie pestañea, nadie se gira y le explica a ese pobre hostelero que si la rentabilidad de su negocio pasa por esclavizar a otros seres humanos lo que se ha de hacer es… cerrar ese negocio. No se planta nadie de la inspección de trabajo para empapelarles la cara, no. En vez de eso los pasean por los programas para que nos compadezcamos, ¿no tendríamos que compadecernos por esos trabajadores? ¿No importan las vidas de esas personas, solo las lágrimas de esos que los tienen 12 horas trabajando a destajo fuera de la legalidad? Increíble. En qué momento nos volvimos así. Me lo pregunto a menudo.

Ojalá comprender en qué momento de nuestras vidas decidimos apostarlo todo al trabajo y convertirlo en el elemento sobre el que se erige toda nuestra identidad. Algo por lo que todo ha de sacrificarse: la salud, la familia, el ocio. Leo en la prensa que los empresarios creen que pagar más a los trabajadores es una solución “simplista” ante esta falta de personas que se niegan a seguir en la hostelería. Me río porque he descubierto que lo que no me mata me provoca la risa, así está la cosa. La cosa está tan mal que se nos olvidó que hace menos de un año estos eran los mismos empresarios que querían despedir a las personas que enfermaban de covid, los mismos que metían a sus trabajadores en ERTES y los obligaban a seguir trabajando, los mismos que quieren poder despedir a sus empleados a coste cero porque el mercado es así: libre. . La ley de la oferta y la demanda la llaman. Libres también son las personas, por ahora, y si alguien no quiere trabajar en las condiciones que otro alguien ofrece que prueben a mejorar dichas condiciones. Qué rápido hemos pasado del “Si no lo quieres, tengo a miles que se pelean por este puesto y por menos dinero” al “Es que la gente no quiere trabajar, salven a la hostelería, por favor, se lo ruego, no corra, no huya, ¡escuche!”. ¿No? Ya no nos gusta la libertad, parece. Ya no nos parecen mal las ayudas. Qué curioso.