La Provincia - Diario de Las Palmas

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Myriam Z. Albéniz

Desde la sala

Myriam Z. Albéniz

Acerca del amor y las segundas oportunidades

Comparto plenamente el espíritu de ese refrán que reza que «el que acierta en el casar, no tiene más que acertar» ya que, como abogada y mediadora, he sido testigo de las suficientes desavenencias afectivas como para conocer de primera mano el dolor que llevan aparejado. Asimismo, estoy acostumbrada a escuchar que el amor no entiende de edades y creo firmemente que tal afirmación es muy cierta. Pero, por la misma regla de tres, tampoco el desamor se alza como un sentimiento exclusivo de la juventud, de tal manera que las personas maduras no están exentas de padecerlo. Abundando en esta cuestión, en los últimos años se ha puesto de manifiesto un fenómeno imparable, que no es otro que el del aumento de procesos de separación en parejas cuyos miembros superan los sesenta años. No son, ni de lejos, el grupo de mayor incidencia, pero sí el que más ha crecido. Los números ofrecidos por el Instituto Nacional de Estadística así lo avalan, indicando que, en un considerable porcentaje, las disoluciones en España se producen tras más de dos décadas de vida en común.

En la actualidad, estas rupturas tardías se han multiplicado por cinco en nuestro país. Y no somos un caso único en el mundo. Se trata de una epidemia global. Detrás de tales cifras subyacen infinidad de fenómenos convergentes, desde el aumento de la longevidad hasta la anhelada liberación de la mujer, pasando por el ansia sobrevenida de la realización personal. A estas alturas del calendario, recuperar la libertad ya no se considera un fracaso, sino una atractiva alternativa vital. Así, numerosos expertos afirman que la frontera de los sesenta y cinco resulta letal para los cónyuges peor avenidos, quienes, tras una existencia de ajetreo profesional, se ven condenados a pasar día y noche juntos por mor del cese de la actividad laboral.

Como norma general, los motivos que les animan a tomar una decisión tan trascendental no difieren de los habituales, es decir, la monotonía, la falta de proyectos en común y las continuas discusiones. Y a ellos se añade de forma preeminente la ya citada jubilación, que suele incidir muy negativamente en el desarrollo de la relación, habida cuenta de que coincide con el momento en el que los hijos se independizan, circunstancia que les aboca a una convivencia doméstica mucho más intensa y, en consecuencia, altamente insatisfactoria. Hasta entonces, los problemas conyugales permanecían ocultos entre las rutinas diarias, pero el punto final del trabajo abre la veda a los roces y las tensiones entre dos seres acostumbrados a compartir únicamente, y en el mejor de los casos, las comidas y las cenas.

Hoy en día, sin embargo, al colectivo que integra esta franja de edad le sobran fuerzas para reflexionar sobre el modo en el que quieren afrontar su destino y no pocos se deciden a probar. De hecho, en Estados Unidos se habla incluso de tres enlaces como tendencia de futuro: uno en la juventud, otro en la madurez y un tercero, en la senectud. Con independencia de que no existan despedidas fáciles, se torna cada vez más frecuente que los implicados se planteen la posibilidad de no seguir desperdiciando su tiempo y se decidan a emprender en solitario una nueva andadura.

Siempre surgen dudas sobre cómo enfrentarse a la soledad, asumir la incomprensión ajena, abordar un cambio de residencia o ajustar los recursos económicos. Pero, ante una firme determinación, los citados condicionantes no tiene por qué suponer un freno para su puesta en marcha. Nada más lejos de mi intención que alentar a una separación o un divorcio. Ahora bien, a menudo insisto en mi convencimiento de que todos los seres humanos merecemos, como mínimo, una segunda oportunidad en el camino de nuestra existencia. Por lo tanto, resignarse a mantener una relación sentimental fallida no me parece la opción más deseable, máxime cuando aún queda tanto por vivir.

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