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Marina Casado

Un carrusel vacío

Marina Casado

Un gato solo conduce al siguiente

«Ha hecho suyo al gato. Inventó un estilo de gatos, una sociedad de gatos, todo un mundo de gatos. Los gatos ingleses que no se parecen ni viven como los de Louis Wain se avergüenzan de sí mismos». Estas palabras las dedicó el famoso escritor británico H. G. Wells a Louis Wain, el dibujante londinense que contribuyó, en la Inglaterra victoriana, a popularizar el gato como animal doméstico, gracias a sus originales ilustraciones de felinos antropomórficos que se vestían y actuaban como los humanos.

Entre esas simpáticas escenas, dejó también otro tipo de dibujos mucho más abstractos, más psicodélicos, algunos de los cuales son auténticos mosaicos surrealistas. En ellos, los gatos se deforman y descomponen en decenas de colores, brillos, siluetas. Algunos estudiosos sitúan estos dibujos en la última etapa de su carrera y los consideran la demostración de una enfermedad mental, probablemente esquizofrenia. Los gatos psicodélicos son, según esta teoría, el fruto de sus alucinaciones. Los detractores de esta hipótesis sostienen que Wain los realizó a lo largo de toda su carrera, paralelamente a los más convencionales, porque siempre poseyó una vena muy experimental. Aunque no es posible ordenar cronológicamente los dibujos, porque carecen de fecha, lo que sí es cierto es que la salud mental de Wain se fue deteriorando progresivamente, hasta que su familia optó por recluirlo en un sanatorio mental.

Conocí la historia de este artista gracias a la película The Electrical Life Of Louis Wain –traducida en España como Mr Wain–, dirigida por Will Sharpe en 2021 y distribuida en nuestro país por A Contracorriente Films. El polifacético Benedict Cumberbatch protagoniza esta colorida y conmovedora obra, con un estilo preciosista y delicado, llena de detalles y giros enternecedores. A mí me conquistó desde la primera escena, en la que ya aparecían gatos. Confieso que es muy sencillo conquistarme con gatos: desde que tengo uso de razón, los he adorado. Cuando era niña, todos los años les pedía a los Reyes Magos «una gatita blanca de ojos azules», hasta que me trajeron una… de peluche.

Un gato solo conduce al siguiente

El primer gato de verdad que adoptamos llegó a casa cuando yo tenía nueve años. Kiko –que se llamaba así por el jugador del Atlético de Madrid– no era blanco, sino atigrado, y solo estuvo un año con nosotros, porque nunca asumió demasiado bien su condición de «animal doméstico». Se sentía más atraído por la vida callejera. Luna, sin embargo, nos regaló casi dieciséis años de lealtad y mordisquitos. Era también atigrada y tenía unos ojos grandes y verdes que entornaba con un gracioso aire malhumorado. Le gustaba atacar a los visitantes, rugir a los veterinarios y perseguirnos por la casa como si fuéramos su presa. También me daba golpecitos con la cabeza cuando me veía llorar y, si alguien me gritaba, se situaba delante de mí y le maullaba, indignada. Era algo así como una gata guardiana. Justo lo contrario de Nala, mi actual compañera, que llegó a casa en mayo de aquel fatídico 2020 y nos endulzó el confinamiento con su complejo perruno, porque le encanta que le lancen la pelota y odia quedarse sola. Es inteligente y juguetona, pero muy mansa, y se parece a aquella gata de peluche que me regalaron en su día, solo que su pelaje, más suave y largo, tiende al tono canela, y sus ojos son del color de la cerveza rubia.

No entiendo que exista gente a la que no le gusten los gatos. Son inteligentes, flexibles y silenciosos, poseedores de una belleza mitológica que te envuelve en calma. Se suben a la mesa mientras trabajas y te hacen sentirte, por momentos, una escritora importante, como Patricia Highsmith, Baudelaire, Borges, Cortázar, Burroughs, Huxley… y tantos otros autores que mostraron públicamente su adoración por los felinos. No exigen tanta atención como los perros y no tienes que sacarlos tres veces al día para que hagan sus necesidades. El suyo es un cariño más sosegado, más reflexivo. Dijo Hemingway, muy acertadamente, que «un gato solo conduce al siguiente», y es que es muy fácil acostumbrarse a la convivencia con estos animalitos y valorar todo lo que pueden aportar a nuestra vida. Los egipcios los consideraron sagrados y solo los faraones tenían la potestad de domesticarlos. Hubo un tiempo, sin embargo, en el que eran contemplados meramente como animales útiles para mantener los hogares libres de ratones. La época victoriana fue, en ese sentido, crucial. La reina Victoria de Inglaterra, con su afición por los gatos persas, y artistas como el fotógrafo Harry Whittier Frees o el mencionado Louis Wain contribuyeron a este cambio de percepción. Y es que cualquier vida es más feliz si la atravesamos de gatos.

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