La Provincia - Diario de Las Palmas

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El revés y el derecho

El viaje a La Provincia

Era mi primer viaje en avión, tenía diecisiete años y a mi madre no le preocuparon tanto los riesgos del viaje porque iba a cobrar mi primer dinero serio como periodista amateur por mis colaboraciones en LA PROVINCIA.

EL DÍA, que era mi periódico en Tenerife, como lo habían sido Aire Libre o La Tarde, me pagaba como aficionado, es decir, nada o poco. En el caso de EL DÍA, el director y el gerente esperaban a que yo tuviera fijeza para pagarme en serio. Pero LA PROVINCIA se tomó en serio pagarme, me facilitó un viaje en avión para que pasara en Las Palmas día y medio y me recibieron en seguida en el edificio de la calle Murga.

Allí me encontré una redacción muy relajada, sus redactores jefes, que me parecieron numerosos, estaban en mangas de camisas blancas, se sentaban al borde de los asientos y ponían los pies sobre la mesa, cosa que en EL DÍA sólo se atrevía a hacer Gilberto Alemán.

Me parecieron como los de las películas norteamericanas de periodistas, desenfados y bromistas, como si estuvieran divirtiéndose en un oficio que hasta entonces yo había creído que era de individuos más bien circunspectos, pues ese era el ámbito de los ánimos que dominaban entonces en el periódico en cuya redacción yo era habitual, pero no fijo.

Hasta que el director, Paco Sardaña, me señaló que el director gerente, el hombre que mandaba aquella nave de locos controlados que era un periódico, me esperaba en su sitio, en la parte del edificio de la calle Murga. Tomaso Hernández Pulido, que murió longevo en Las Palmas en fecha reciente, estaba detrás de su mesa grande, o a mi me pareció la mesa más grande que había visto nunca en un periódico. Me recibió sentado, atento y receptivo, me preguntó qué me llevaba, tan joven, a estas aspiraciones de periodista, y finalmente me dijo que lo que se trabaja se paga, así que ahí tenía el sobre con el que LA PROVINCIA cumplimentaba su compromiso de tenerme cerca y de pagarme. Era el primer dinero serio que recibía de un periódico, pues dentro de ese sobre se podía palpar la densidad del contenido.

Yo tenía miedo de perder el sobre, pues me esperaba un día largo, acaso hasta el amanecer, y el dinero lo suele perder el diablo de la noche. Regresé a la redacción, con el sobre guardado como bajo un pestillo, me llevaron a almorzar los colegas, entre ellos un periodista que se llamaba Ramada, que me invitó con otros a responder preguntas sobre el oficio y cómo lo ejercía en EL DÍA. Su curiosidad, y las de sus acompañantes, tenían el objeto de comparar unos modos con otros, pues ellos debían abrigar la sospecha, que yo no les desmentí, de que en LA PROVINCIA había una relajación saludable frente a la circunspección que, en ese tiempo y también después, dominaba en mi diario de origen. Era la primera vez que los responsables de un periódico me invitaban a comer, y me sorprendió que ya hubiera quienes me trataran como un periodista adulto al que podían regalarle tiempo de su vida para hablar de un oficio que no ha dejado de suscitarme jamás más preguntas que respuestas.

Tras aquel encuentro con los que me parecieron ya expertos en el manejo de una redacción volví al periódico y tuve la oportunidad de cumplir con una curiosidad que me produjo el más extraño de los encargos que me había hecho el director del periódico, Paco Sardaña. Este era un hombre cordial, que no hablaba por hablar, y que hacía un mes me propuso que fuera a Hoya Fría, con mi cámara, a cubrir la jura de bandera de los reclutas del último reemplazo, entre los cuales había numerosos muchachos de Gran Canaria.

Cuando fui a su despacho para despedirme de Sardaña le pregunté, por curiosidad, por qué él me había pedido que registrara, de aquella jura, sobre todo las caras de los reclutas. Él me respondió:

--Porque cada recluta tiene muchos parientes y todos querrán tener un periódico de recuerdo de ese momento de las vidas de sus parientes.

La noche de Las Palmas era un poema de miles de versos sueltos, y yo la disfruté esa vez junto con un fotógrafo singular, y buenísimo, Juan Antonio de Juan, que hablaba como si estuviera en perpetuo silencio pero que se las sabía todas, del oficio de periodista y del oficio de sortear los peligros de la noche, haciendo de ésta un motivo de alegría perpetua, como si estuviera viviendo, en este caso conmigo, una de las trepidantes páginas de Tres triste tigres, de Guillermo Cabrera Infante.

Fue una noche potencial, como diría una vez Elfidio Alonso de una determinada noche en Santa Cruz, y al día siguiente regresé a Tenerife, guardando siempre el sobre como un paño de oro. Al llegar a casa se lo di a mi madre, que lo abrió con la destreza del que busca un remedio y así la vi contando uno a uno los billetes que me había entregado Tomaso en aquel sobre marrón. «Juanillo», me dijo mi madre, «aquí hay dieciséis mil pesetas».

Seguramente para mi mal jamás le di importancia al dinero, que tanto he necesitado en casi todas las etapas de mi vida, pero sí debo decir que nunca consideré que esa era la única satisfacción que me daba el periodismo, pues este es un oficio glorioso que a mi me ha dado la oportunidad, por ejemplo en Las Palmas de Gran Canaria, de encontrarme con personas formidables, maestros muy queridos, entre los que están aquellos que me recibieron aquel día en Las Palmas, entre los cuales creo vislumbrar la figura risueña, comprensiva, inteligente y sagaz de uno de los grandes periodistas, y de las grandes personas, que tiene este oficio que a veces es de tinieblas pero que siempre es de luces. Esa figura es la de Guillermo García-Alcalde, al que, aunque no lo sepa, vengo dedicando desde hace rato estas memorias, pues me consta que es uno de los que con más generosidad las lee.

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