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Pilar Galán

Punto de vista

Pilar Galán

Yo, robot

Acabo de enterarme de que el gobierno ha aprobado la ley de servicios al cliente para no ser atendidos por un robot. Entre otras cuestiones, la norma pondrá límites al uso de contestadores automáticos, y dicta que en cualquier momento de la llamada, el cliente podrá requerir la atención de un humano. Hablar con un robot se va a acabar, titula con poco ingenio un periódico, como si eso fuera lo que todos estamos deseando. A mí, por ejemplo, según el día, me encanta mantener conversaciones con estas máquinas, cada vez que los operadores están reunidos, cosa que suele suceder muy a menudo. Estas últimas semanas, sin ir más lejos, Unicaja debe de haber pagado millones de horas extras a esos pobres gestores que seguían reunidos en bucle, sin posibilidad de atender a ningún cliente. Quedaba, eso sí, la opción de hablar con la máquina, de marcar uno, luego dos, teclear el DNI, decir que era correcto y escuchar la música de pub de los ochenta hasta volver a recibir el mantra de que todos, absolutamente todos los gestores seguían encerrados en una reunión eterna.

Puestos a sufrir, prefiero a los robots de hacienda, dónde va a parar, esos sí que saben lo que hacen. Los de los bancos te obligan a marcar como posesos, para acabar devolviéndote al punto de partida del que jamás debiste salir, pero los de hacienda te hacen dar rodeos, buscar la casilla que sea, luego la declaración del año pasado, y teclear una y mil veces los dígitos de todas tus cuentas, carnés y certificados de empadronamiento. Yo los imagino en su sala de robots, con sonrisa sardónica dibujada en su cabeza de metal, dándose codazos cada vez que un incauto trata de confirmar por teléfono un borrador o pedir cita previa. Ya verás, se dicen unos a otros con su voz metálica, ya verás lo que nos vamos a reír.

Y cuando has desgastado las teclas, y has elegido la ciudad, la oficina, el código postal, el día y la hora en que quieres realizar tu declaración, el robot toma aire (si es que se puede decir eso) y te da cita por ejemplo, para Teruel o Albacete, a las nueve de la noche. ¿Quiere confirmar? te pregunta disimulando la risa de lata, mientras tú te imaginas a esa hora extraña del atardecer, paseando por unas calles vacías, con tu sobre en la mano. Y eso, diga lo que diga el gobierno, es impagable. Si me quitan la irrealidad, si me obligan a hacer la declaración en mi ciudad y no en Teruel, si sueltan a los gestores de sus celdas, y tenemos que volver a la realidad, de qué voy a escribir, cómo se me ocurrirán las historias de oficinas siniestras en mitad de la noche o vidas paralelas en ciudades de interior donde puedo encontrar al amor de mi vida, detrás de una mesa, en una triste, oscura y lóbrega oficina de hacienda.

No nos quiten los robots, déjennos la alegría de imaginarnos camino de Albacete, para liberar a los gestores, y conseguir un mundo feliz de música de pub de los ochenta, donde no se note tanto que se están riendo de nosotros, que nos toman el pelo, pero no los pobres robots, sino los de siempre. Al menos déjennos pensar que quienes tratan a los clientes como si fueran escoria están hechos de metal, no de carne y hueso. Prefiero imaginarme una película de ciencia ficción que no un mundo de terror, de seres sin alma ni corazón, hechos de la misma piel que nos recubre a todos nosotros.

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