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Marina Casado

Un carrusel vacío

Marina Casado

La lectura no tiene edad

Desde que hace unos meses publiqué mi primera novela, Los doce reinos del Tiempo, me he acostumbrado a que me formulen preguntas del mismo estilo: «¿A partir de qué edad es recomendable?», «¿Pueden leerla los adultos?», etc. He descubierto que la gente está muy preocupada por un tema que, en realidad, responde a circunstancias más aleatorias de lo que podría pensarse. Cuando vas a publicar una novela, te obligan a clasificarla de alguna forma: fantástica, policíaca, romántica, de terror… En el caso de mi obra, resultó tremendamente complicado, porque profundiza en varios de estos temas sin limitarse a uno solo. La acabé clasificando como «juvenil de fantasía» porque la protagonista tiene dieciséis años y se enfrenta a situaciones cotidianas, atravesadas por la imaginación. Pero he de confesar que ha tenido más lectores adultos que adolescentes, hasta la fecha. Adultos que han reconocido haberse emocionado con la trama, los personajes o el estilo narrativo. Porque, al final, los problemas de la adolescencia son los mismos que en la adultez, pero desde otra perspectiva. Los temas que trata mi novela, como el amor, la amistad, la memoria y el olvido, nos afectan y conmueven a cualquier edad.

Las etiquetas literarias son como las fronteras geográficas. Necesarias en la práctica, pero generadoras de obstáculos, de barreras, contrarias al desarrollo de la libertad. Pienso en la llamada «literatura juvenil» y en lo relativa que puede ser a menudo esta etiqueta. ¿A qué llamamos «literatura juvenil»? Yo englobaría en ella a todas las obras que parten del punto de vista de unos protagonistas adolescentes o jóvenes y las que tratan sobre problemas que afectan especialmente a esta etapa vital. Sin embargo, existen determinados casos en los que no queda clara la diferenciación. Por ejemplo, en El príncipe destronado o El camino, de Miguel Delibes, y Paraíso inhabitado, de Ana María Matute, el narrador adopta una perspectiva infantil y contempla el mundo desde los ojos de un niño, de una niña, que no acaban de comprender el universo de los adultos. Ninguna de estas obras está catalogada como «literatura juvenil». O La isla del tesoro, de Stevenson, que suele recomendarse en institutos y que tiene como protagonista al joven Jim Hawkins, un quinceañero que, entre piratas y tesoros perdidos, debe aprender a distinguir entre la amistad y la codicia y alcanzar su propia madurez.

Existen también ejemplos en el extremo contrario: libros clasificados como «juveniles» cuyos mensajes solo podrían desentrañar plenamente los adultos –o los lectores adolescentes muy avezados–. Es el caso de Marina, de Carlos Ruiz Zafón, que ahonda en el tema de la aceptación de la muerte –tanto la propia como la de los seres queridos– combinando un punto de vista sombrío con la ternura inherente al primer amor de adolescencia. O los clásicos de Lewis Carroll Alicia en el país de las maravillas y A través del espejo, plagados de matices misteriosos que han inspirado numerosas obras artísticas en diversos campos: pintura, música… El mensaje de La historia interminable, de Michael Ende, también es sumamente profundo y exige una cierta abstracción: la pérdida de la inocencia y la destrucción de la fantasía, la amenaza terrible del olvido…

Más allá de estas disquisiciones, algunos adultos continuamos disfrutando con los universos proyectados en las novelas juveniles e incluso en las infantiles. A mis 32 años, sigo considerando Las brujas, de Roald Dahl, una de mis obras predilectas. Hay al final de la novela un detalle tremendamente oscuro, inconcebible del todo para un niño. En el último capítulo, «El corazón de un ratón», el protagonista –un niño transformado en ratón por las brujas– conversa con su abuela sobre su horizonte vital, concluyendo que el hecho de que los roedores tengan una esperanza de vida menor que la de los humanos resultará beneficioso, en su caso, porque permitirá que se iguale con la esperanza de vida de su abuela. Hallamos más detalles en Charlie y la fábrica de chocolate, El Gran Gigante Bonachón, Matilda… En esta predilección coincido con mi buen amigo Jorge Pozo Soriano, narrador de género infantil y juvenil y poeta –¿por qué limitarnos a una faceta literaria?–. En una magnífica entrevista de William Alexander González para El Generacional, declaró Jorge que «La literatura infantil o juvenil permite un juego imaginativo y una creatividad únicas». No puedo estar más de acuerdo.

Al final, las clasificaciones no son más que artificios prescindibles, porque un amante de la lectura no temerá adentrarse en cualquier tipo de terreno, cual explorador nato, si se trata de una buena historia.

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